Otra vez el gato del vecino me desafía desde la vereda de enfrente. Ésta no se la perdono. Sé bien que es muy peligroso cruzar la calle. Lo he escuchado muchas veces en mi casa. El muy taimado sigue molestándome. Le clavo los ojos y ni se mosquea. Me apura, me insulta. Ahí voy. Casi salto la acera y la acequia juntas. Ya inicio la travesía como un rayo. Sé que ya soy casi adulto, aunque Alicia dice que yo también soy su bebé. A mí me encanta que me llame su bebé, pero yo la llamo Alicia. Mi nombre en la casa es Mumi.

Mi mamá gata me llamaba de otro modo. No era un nombre, era como un sonido que se le resbalaba con dulzura de sus lamidos y ronroneos, algo que yo perfectamente entendía aquellos dorados pero cortos días cuando me daba la teta. Éramos cuatro hermanitos muy unidos que competíamos por las caricias de mamá. De a poco se fueron yendo a otras casas. Decían que no nos podían tener juntos. No los vi más, pero esa tristeza se fue convirtiendo en calorcito y mimos, cuando desde entonces acaparé todos los halagos de mamá. Hasta que me trajeron a mi actual hogar, casi sin despedirme de mamá, esa tardecita cuando ella había salido a cumplir con su habitual caminata por los techos.

La calle está despareja, pero no me importa. Sigo mi travesía. Ese gato no se ríe más de mí. Como relámpagos cargados de rostros y palabras, me atropellan el presente y el pasado. Alicia me permite dormir en su cama, que es lo que más me gusta. Me alimento casi a toda hora, y en casa se están preocupando por mi peso. Me encanta estar alzado o en la falda de mis familiares. Debe ser por eso que me llaman "bebé". La mitad de la calle es el punto crucial de la aventura. Más allá es zafar. Estoy a mitad del itinerario. Un automóvil negro, conducido por un hombre de anteojos oscuros aparece de golpe. Siento un hielo inexplicable en el cuerpecito crispado. El auto no se detiene, viene demasiado rápido o es que poco importa arriesgarse ante la aparición de un gato. Siento el impacto. Todo se paraliza. Mi cuerpo se transfigura en puro dolor. Mi sangre se revuelca. Vuelo por el aire. La travesía parece infinita. Experimento un fuego extraño en todo el cuerpo, en mi propia existencia, que casi de repente se está convirtiendo en hielo. Es como si no cayera nunca. Es eso. Unas manos de seda me recogen y me acercan a un rostro inescrutable. No sé bien qué ha de ocurrir. Siento el calor de esas manos y ese rostro. Un encandilamiento me envuelve, es una luz celeste que parece entrar por una enorme ventana. Una voz me asalta: "Perdoná Mumi que te saque, pero debo hacer la cama".

(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.