
Estacioné el auto justo frente al lugar donde antaño estuvo la casa de mis abuelos. Con tristeza contemplé la nueva construcción que se había llevado por delante la vieja casita posterremoto que edificara mi abuelo con sus propias manos, sin ser albañil; un gesto de amor sólo pude explicarlo. Miré en derredor: la casa del dentista del costado Este estaba casi igual; al frente, el portón modificado del añejo corralón de los Santamaría; metros más allá, al frente, la casa de los Agudo, familia de antiguo arraigo en el lugar. Hace poco se jubiló uno de los hijos que fue Juez provincial, y me recordó con emoción que de niño iba a la casa de mis abuelos a comprar huevos.
En la vereda, justo en el lugar de aquella ausencia, había dos arbolitos, uno de los cuales no crecía a pesar de los cuidados que le prodigaba mi abuelo. Hoy, en ese sitio donde caminamos la infancia con Hugo, no hay ninguno, lo que contrasta con el arbolado de toda la cuadra; un espacio vacío, como en la canción de Alberto Cortéz, demanda a los fantasmas de navidades perdidas el aroma de empanadas caseras hechas amorosamente por mi abuela y horneadas por mi abuelo; al ruiderío de nuestra niñez de jilgueros, al "sueño de mis padres jóvenes". (¿El pasado se lleva hasta baldíos del viento algunas de nuestras pertenencias?).
De viejecita y con la mente ya algo agrietada, mi madre hizo la cuadra y media que la separaba de su casa y se fue a buscar el pasado de sus amores. Golpeó la puerta donde consideró debía estar el acceso a sus sueños repartidos en cielos perdidos; le dijo al hombre que salió a atenderla que allí había sido su casa; esta bestia le contestó: "y a mí qué me importa". Con esa incomprensible confesión de un verdadero animal salvaje, volvió con el almita ultrajada, destejiendo el pasado que se le vino en cuento lloroso en la misma cuadra y media en la que alentó volver a fragancias de lo que había vivido.
Tarde de un domingo de pocos rumores, nostalgioso y pesado como son los domingos, día para hacer balances neblinosos de vida y pensar en la jornada que se nos viene. Seguramente, desde el portón de los Santamaría algunos duendes de arena y cal la saludaron con dulzura; desde la casa de los Agudo la alentaron a seguir; desde la de los Lobato a recordar los antiguos carnavales donde las chicas salían por Santa Fe hacia el Centro a los corsos dignificados de risas y albahaca, algunas vestidas de Pierrot, otras de Colombina. Desde la esquina de los Rivarosa, camino obligado a la estación San Martín, la miraron con ese amor que sólo consiguen las imágenes tiernas y las vivencias comunes. Seguramente -aunque no lo dijo- esa tarde mi madre lloró largamente en el departamentito de sus últimos años.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.
