El temporal había sido terrible, el viento azotó ventanas y follajes, la lluvia un verdadero diluvio. Lo primero que hice al levantarme fue ir a ver el nido construido en lo alto del limonero. Allí estaba, heroico, triunfal, milagroso entre el escaso follaje y a cielo abierto. La pajarita que incuba desde hace varios días no se había movido de allí. El huracán no había podido con ella ni, mucho menos, con su amor.
Siento que mi madre se acerca silenciosa a mi cama y me tapa la espalda. Yo simulo estar dormido, y el alma me sonríe desde el torreón del pecho. Me voy adormeciendo, adolescencia en mano, pero aún sentado en su regazo inagotable. El recuerdo me encuentra hoy, casi, en la misma esquina de la vida. Las manos infinitas de mi madre siguen tapándome la espalda con el mismo esmero. Cuando miro las de mi esposa, no puedo dejar de comparar esa idéntica dulzura y carga de amor que contienen.
La tortolita aguanta soles incendiados y noches sin luna llena. Bajo su regazo victorioso la vida se mueve a sus anchas, construye libertades aladas, espera el grito inaugural. Su cabecita pequeña otea el horizonte, espera el viento del sur que ha de traerle la buena nueva horquetada en trinos gloriosos. No deserta de su misión por nada. Su gigante quimera la abriga, le cubre el cuerpecito indefenso, mientras comienza a sentir bajo el vientre germinal los llamados de los hijos.
Estamos por dirigirnos al lugar del recital. El teléfono suena dulce. Claro, la voz de mi madre ha doblegado sus chillidos para preguntarme cómo estoy y decirme que estará como siempre en la última fila escuchándonos, porque la inquieta el encierro. Con dos rasguidos enérgicos, las guitarras inician la utopía del canto, esa noche. Lo primero que hago es buscar a mi madre en la última fila. Allí está, con sus años honrosos a cuesta y una sonrisa de lirio en su rostro. Atenta. Sus manos tratan de acercarnos la tibieza en cada canción. Y lo logran. No es lo mismo cantar sin ella que con ella allí.
Hoy voy a buscar el nido. Subo a la terraza y desde allí diviso en la cunita de ramas y hojas dos cabecitas inquietas. La pajarita no está. El milagro una vez más se ha cumplido. El sueño de Dios constantemente realiza sus celestes caprichos. El nido logrado se ha respaldado magnífico en el cielo, proclama alas de azúcar para los próximos días, no sé cuantos. Las tardes espesas del verano han de contar con nuevas proclamas. Una vez más, una madre ha sido feliz arropando hijos, diciéndoles permanentemente ‘presente’.
Gracias, Yeya, mamá, por haber subido tu amor al limonero para inventar cunitas donde puedas acariciarnos.