El miércoles pasado hemos iniciado el camino cuaresmal, marcado por la imposición de cenizas, para recordar nuestra condición de criaturas limitadas por la fragilidad, pero marcadas por la sed de infinito que requiere la primacía de lo interior. También deberíamos plantearnos en estos cuarenta días de reflexión, el sentido de nuestra vida. El escritor francés Georges Bataille (1897-1962) afirmaba: "Si quiero que mi vida tenga un sentido para mí, es necesario que mi vida tenga sentido para los demás". Esto último tiene una doble aplicación. La primera es evidente: no somos seres recluidos en la cárcel dorada de un alma encerrada en un cuerpo. Por naturaleza, somos seres abiertos a los otros: a la creación, al prójimo y a Dios. Una enfermedad que infecta a no pocos adultos es cierto "autismo" espiritual que nace del egoísmo o del miedo al otro, y que adquiere diversas patologías degenerativas: racismo, odio, fobia, aislamiento, aversión, entre otras cosas. La única medicina para curar esta dolencia es el encuentro, el diálogo y la apertura. Pero hay otra acepción en la frase de Bataille, y es que se hace necesario que nuestra vida llegue a ser expresión de un sentido también para los demás. Es lo que se suele llamar "testimonio", que en ciertos momentos pasa a ser un "martirio", oponiéndose resueltamente a lo insípido, gris, y a veces, insignificante. Martin Luther King, advertía al cristiano para que no corriera el peligro de ser un simple "termómetro" que se adapta a la temperatura ambiente, sino un "termostato" que permite con su presencia traspasar los horizontes gélidos y oscuros que se presentan en la existencia.

Cuaresma es un tiempo marcado por la austeridad, demostrada por el ayuno y la limosna. Un día, cierto ejecutivo le preguntó a su maestro espiritual: "¿En qué modo, la espiritualidad puede ayudar a un hombre de mundo como yo?''. El maestro respondió: "'e puede ayudar a tener de más''. A lo que el otro interrogó: "¿Pero cómo?''. "Enseñándote a desear de menos'', concluyó el guía espiritual. Advertía el apóstol Santiago en su Carta: "Codiciáis y no poseéis? Matáis. ¿Envidiáis y no podéis conseguir? Combatís y hacéis la guerra'' (4,2). Se habla mucho en nuestros días de la agitación y del stress, pero en el fondo se debe al deseo ilimitado por acumular, poseer y adquirir una seguridad que no satisface ni da serenidad al ánimo. Recuerdo en este momento a aquel hombre que iba en un autobús sentado al lado de un niño mendigo que tenía una sola zapatilla. "¿Has perdido la otra alpargata?'', le preguntó. "No, sólo he encontrado una'', respondió el pequeño. "Dejar de consumir lo superfluo para compartir lo necesario'', podría ser un buen lema en este período penitencial de la Cuaresma 2011.

El evangelio de este domingo narra las tentaciones padecidas por Jesús en el desierto, presentadas por Satanás al Mesías. Deberíamos meditar con serenidad la petición del Padrenuestro: "No nos dejes caer en la tentación''. Pero Dios no nos tienta. De hecho Santiago, nos dice: "Cuando alguien se ve tentado, no diga que Dios lo tienta. Dios no conoce la tentación al mal y él no tienta a nadie'' (1,13). La tentación viene del demonio, pero la misión mesiánica de Jesús incluye la superación de las grandes tentaciones que han alejado a los hombres de Dios y los siguen alejando. Jesús ha experimentado en sí mismo estas tentaciones hasta la muerte en la cruz. Una mirada al libro de Job, que sufre el despojo de todo, nos puede ayudar a entender nuestras tentaciones. Satanás quiere demostrar que si le quita todo, acabará renunciando muy pronto también a su religiosidad. Así, Dios le da a Satanás la libertad de someterlo a la prueba, aunque dentro de límites bien definidos: Dios deja que el hombre sea probado, pero no que caiga. El libro de Job nos puede ayudar también a distinguir entre prueba y tentación. Para madurar y pasar cada vez más de una religiosidad de apariencia a una profunda unión con la voluntad de Dios, el hombre necesita la prueba. Igual que el zumo de la uva tiene que fermentar para convertirse en vino de calidad, el hombre necesita pasar por las purificaciones, transformaciones, que son peligrosas para él y en las que puede caer, pero que son el camino indispensable para llegar a sí mismo y a Dios. El amor es siempre un proceso de purificación y de renuncias. Con san Cipriano, y a la luz del evangelio de hoy, deberíamos pedirle a Dios: "Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si como en el caso de Job, das una cierta libertad al Maligno, entonces, piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí''.