Cuando partía, miré con alguna tristeza el puente de Sorocayense: un hilo de agua transparente besaba su falda. Tras su pasarela de sueños, quedaban los cerros nevados de Barreal. Me dije que volvería a este lugar donde fui feliz; pero sabía que entonces no sería el mismo, mis manos habrían palpado nuevas manos, mis ojos habría divisado nuevos rostros.

Al regresar de San Luis, donde habíamos tenido un recital que nos colmó de dicha, compuse un vals: "Cuando vuelva a San Luis”. No volvimos allí. Las intenciones pueden llevar mucho de nosotros, pero ninguna certeza de consecución. Lo único que podemos manejar íntegramente son los anhelos.

Me encontraba en una lejana playa de otro país. Era el atardecer. No había visto a ningún argentino allí, desde que llegué. Salí a caminar por la orilla del mar. No había nadie a esa hora, salvo una lejana figura que avanzaba en dirección contraria. Cuando nos cruzamos, la sorpresa fue inexplicable, era un gran amigo de San Juan. Navidad del "90. Los regalos aguardan ser colgados del arbolito. Me parece que son poco para mis hijos, entonces decido agregarles cuatro poemas acordes a sus edades. Los regalos se esfumarían en el tiempo, los poemas siempre estarían dispuestos a servir.

La fría mañana casi había corrido la gente de la Plaza 25. Al llegar a la fuente, muy respetuosamente me detuvo una señora que me dijo que ese día era feliz porque había escuchado una canción nuestra. Jamás se enteró que con ese halago fui feliz una semana.

Julio intenso. Al bajar del auto, frente al juzgado de Paz de Media Agua, vi en un pequeño jardín un perrito que la helada había matado. Llegué a casa y escribí apresuradamente, con el corazón cargado de escalofríos: "Sobre el hombro de la mañana deshilachada en tajos de indiferencia, la helada se retiró con su corazoncito en la mano, y en su corcel blanco, pura parálisis y melancolía construyó un cortejo bajo los llantos del aire…".

Mi abuela sonríe, y esa mueca se convierte en campanario que llama a las misas del aire. Mi abuelo da la mano con firmeza, y al estremecer la mano que la recibe, construye un aljibe para depositar lluvias infinitas.

La casa de mi madre ya no late. Ella fue a otro sitio a construir -como puede- sus últimos bullicios. Aquel recinto, pajarera y arco iris, se ha vaciado de objetos. No obstante, en los laberintos de mi pecho está intacta, triunfal, nadie podrá llenarla ahora; en esa barcaza de emociones y sueños tengo encerrado el tiempo que me tocó en suerte; demasiado plena de lunas llenas ha de andar por los océanos del amor; hace un tiempo que la acaricio en diversas esquinas del insomnio, posiblemente para apuntalar que éste que hoy escribe algunas cosas del alma es aquel que se nutrió de centellas y gemidos aquel tiempo de fundaciones y quimeras.

(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.