Desde que explotaron las masivas marchas de descontento, los "protestantes'' tratan de equilibrar fuerzas y que se les respete el derecho de reunión plasmado en la Constitución, pero violado en la práctica. Ante el desequilibrio, han adoptado prácticas llamativas de protesta, una prolongación del ingenio que usan a diario para conseguir patas de pollo, harina, dentífrico o papel higiénico.
En las redes sociales se comparten fórmulas sobre cómo fabricar escudos, bombas de pintura y hasta las ya famosas y controversiales "puputov'' que, a diferencia del combustible de las molotov, son frascos y bolsitas de polietileno cargados con excremento humano.

Estas bombas han resultado los mejores antídotos para contrarrestar a policías pertrechados desproporcionadamente con gases lacrimógenos, perdigones de vidrio, tanquetas y camiones hidráulicos.

Más allá de los utensilios ingeniosos, lo que está en juego en Venezuela es la defensa de los derechos de reunión, asociación y de expresión, libertades máximas por las que se reconoce a una democracia.

Pese a los 39 asesinados, 700 heridos y miles de detenidos, muchos de ellos procesados arbitrariamente ante la justicia militar, Maduro no aminorará y seguirá pisoteando los derechos democráticos. Con la nueva Constitución que propone, a imagen y semejanza de la totalitaria cubana, busca también borrar los procesos electorales multipartidarios.

Las locuras de Maduro ya no generan risas ni memes, aunque le hable a los pajaritos y a las vacas en busca de inspiración como quedó registrado en cadena televisiva nacional. Bajo esa máscara jocosa, se esconde un hombre determinado, desafiante y autoritario. El régimen ha venido degradando el sistema para gobernar de espaldas al pueblo, del que reclama que es su sostén. Sus mentiras siguen aflorando. Los más pobres y menos preparados, a los que la revolución bolivariana idolatraba, terminaron siendo un burdo depositario del clientelismo gubernamental.

Los más vulnerables no recibieron mejores oportunidades, sino subsidios demagógicos a cambio de lealtades y votos para aceitar un engranaje electoral permeable al fraude. El populismo demuestra que no es más que la exteriorización del personalismo mesiánico, fuente de puro despotismo y nido de corrupción.
El descontrol y la falta de justicia independiente no tardaron en corroer aún más el sistema. El chavismo se ha convertido en un narco estado, como lo atestiguan los hijos/sobrinos de Maduro, el vicepresidente Tareck El Aisammi y el ministro del Interior, Néstor Reverol, todos procesados en tribunales internacionales por tráfico de drogas a gran escala.

Venezuela hace rato que dejó de ser un república, la que se distingue por un gobierno con independencia de poderes, mecanismos de control, respeto a las minorías y garantías de que los ciudadanos podrán gozar de las mayores libertades democráticas sin represalias.

El recrudecimiento represivo de la protesta, el encarcelamiento de opositores y disidentes, así como la negativa a convocar a elecciones, son los últimos manotazos de un régimen ahogado que busca sostenerse sobre la base de impunidad e inmunidad.
Sigo sosteniendo que en Venezuela habrá un golpe de Estado, como sustenté en varios escritos en años anteriores. Pero no será cometido entre instituciones como sueña Maduro para martirizarse. Será un golpe vergonzoso a fuerza de marchas y protestas ciudadanas, empuñadas con escudos, cocteles puputov y dignidad.