La nostalgia que provoca una casa donde vivieron los padres en otros tiempos.

Volvió mi madre con el semblante decolorado por alguna pena. Otra vez había salido solita a dar una vuelta por su pasado, los lugares que frecuentó durante casi toda una vida: el almacén de la esquina, la farmacia, el mercadito, la sucursal de la heladería Soppelsa, algún vecino añoso con quien compartiera recuerdos. Es lo que solía hacer puntualmente el último tiempo que atesoraban sus días, cuando ya estaba un poquito perdida, pero aferrada a sí misma, a sus episodios de vida. 


Nos contó que había ido a buscar la casa de sus padres, en la otra cuadra, Santa Fe casi Salta, donde fue niña, adolescente y enamorada, y nos contó que la vivienda ya no estaba.


En el lugar donde mi abuelo edificó posterremoto la casita con sus manos prodigiosas y donde vendía los blancos huevos de gallinas Leghorn, desde hace varios años luce una construcción lujosa donde vive una familia de origen oriental. Nos contó mi madre que golpeó la ostentosa puerta y a quien la atendió le contó que ella había vivido ahí, a lo que esa persona le respondió: "A mí qué me importa" y le cerró la puerta en la cara.


Con los ojos llorosos volvió mi madre, enfundada en su vestidito añoso que le costaba abandonar, como si fuera un escudo contra los olvidos. La bestia que la atendió no tenía el mínimo atributo que debe tener un ser humano, la piedad. La echó; es lo que ella debe haber creído, porque mi madre, como suele ocurrir en estos casos, acopiaba en su vejez un equipaje conseguido a fuerza de muchas alegrías, algunas frustraciones y mucho amor, pero suyo y de nadie más, que es lo que edifica minuto a minuto una vida; por eso era imposible sacarla de ese sitio donde ella permanecía aventando perfumes de jazmines y madreselvas por el largo pasillo de mosaicos blancos y negros en rombo; acomodando las cobijas de las habitaciones y humedeciendo el piso de la del tío Pento, que comenzó siendo de tierra (aún conservo el olor de lo agreste en ella y su escritorio repleto de lapiceras que contábamos extasiados con Hugo y la vitrolita donde él nos hizo conocer al gran tenor Begniamino Gigli, el más dulce que escuché).


Es seguro que hoy mi madre vuelve a esa casa, a su modo y desde su honroso lugar. Ya no golpea la puerta, entra directamente porque es suya. Ve faros de cielo en los ojos celestes de mi abuelita, sentada en la cocinita humilde, con su misterioso silencio, mirando imperturbable hacia la calle donde pasaban afiladores y soderos y se asegura los sueños más intensos bajo el tesón que la contenía en los brazos foguistas de mi abuelo José.


No crea nadie que, por esas impiedades del tiempo y la ausencia, es difícil o imposible la vuelta a la casa que nos cobijó y hoy no tenemos. Todo eso es nuestro porque está grabado a sangre en el corazón.

Por Dr. Raúl De La Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.