"... Pequeño organito que supuse debió guardar la primera música que llegó a oídos, cuando en aquellos días inaugurales parecía caer desde sus entrañas como arroyuelos a las tibias manos de mi madre...".


Cuando la tomé en mis manos, me pareció que temblaba; después me di cuenta que eran estremecimientos míos; demasiada emoción encontrar entre las cosas viejas el amable símil de pequeño organito que supuse debió guardar la primera música que llegó a oídos, cuando en aquellos días inaugurales parecía caer desde sus entrañas como arroyuelos a las tibias manos de mi madre, cuando con su ternura daba cuerda a su corazoncito escondido entre cuatro muros de fragante cedro y que con el tiempo compartiríamos esa ilusión de pequeña calesita de pueblo con nuestros hijos.


Sacudí el polvo que se había colado entre sus arrugas-grietas de viejecita sabia y la puse en mi falda, como seguramente yo estuve en el regazo de mi madre hace tantos años, escuchando latidos de una melodía de Chopin que la cajita de música nos supo entregar como violín que se retiraba cansado de emociones hasta las márgenes del sueño y que se intercambiaban con los del pecho de mi madre.


Giré su manivela de hierro forjado como podría movilizarse la rueca de un molino abandonado y el milagro se entregó manso al ensueño y las nostalgias; el olvidado aparatito carraspeó, cantó con suavidad, lloró y desde su voz recuperada como una revelación me puse a revivir el tiempo en dos o tres lágrimas trepadas a clave de sol. (¡Qué lejos está este corazoncito de mirlo de las actuales ciudades pobladas de enmascarados!).


Entendí entonces que nuestro cofrecito olvidado jamás nos había dejado (no se olvidan las alianzas con la belleza, la ilusión de pasear por una plaza de la mano de una noviecita), ni había perdido sus cantos, como tampoco había perdido en el camino las historias que transitó, porque las cosas por las cuales pasamos y aún las que no pudimos alcanzar y alguna vez nos desvelaron son las significaciones desde las cuales ellas se han formado; nada es ajeno a las circunstancias y su tiempo.


Como en los organitos consagrados en los suburbios, aquellos que a veces acompañaban a los ciegos por arrabales de soledad y desmigajaban tangos y valses por el simple rito de mojarnos de felicidad y engalanar los empedrados a partir de la música, nuestra amiguita, nuestra calandria generosas de amores, estaba ahí, pequeña vitrola íntima, sonajero llamador de canciones. 


Una vez, el poeta José Pedroni escribió: "Cuando estoy triste lijo mi casita de música. No lo hago para nadie, sólo porque me gusta". Años después, el músico Damián Sánchez le colgó el atavío de una melodía que tuvimos el placer de grabar; hermosa canción esta. Poco hay más reparador y dulce en estos días de fiebre y asombros que una valijita preparada para saltar al cielo de los caminos placenteros y emprender viajes hasta recuerdos iluminados. 

Por Dr. Raúl De La Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete