Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse: "En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres; y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: "Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario". Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: "Yo no temo a Dios ni a los hombres, pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme". Y el Señor dijo: "Oigan lo que dijo este juez injusto. Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?" (Lc 18,1-8).


En la parábola de hoy aparece un magistrado arrogante, convencido de no tener a nadie por encima de sí mismo y poseer bajo sus pies a todos sus súbditos. Por otra parte, en la escena aparece un ser indefenso: una viuda. En la Biblia, con frecuencia aparecen "los huérfanos y las viudas" como el emblema de las personas débiles, expuestas a la explotación y privadas de abogados defensores, excepto Dios. Con el coraje de la desesperación, esta mujer decide ingresar en los fríos palacios de la justicia, superando las barreras de la indiferencia, propia de los burócratas de la ley, y haciendo oír su pedido: "Hazme justicia contra mi enemigo". No se cansa ni se rinde. Una y otra vez presenta su necesidad hecha oración hasta que el milagro sucede. Lucas subraya a sus lectores esta magnífica lección: "Es necesario orar siempre sin cansarse". Se trata pues, de la perseverancia, constancia y fidelidad en la oración. La cualidad fundamental de la viuda es su implacable constancia que ignora el silencio del juez y hasta la dureza de su hostilidad. Orar no es tan fácil como pronunciar una fórmula mágica que todo lo allana y resuelve. La oración es una aventura misteriosa que en la Sagrada Escritura es indicada bajo la fisonomía de una lucha. Pensemos en la frase empleada por Pablo en la carta a los Romanos: "Los exhorto, hermanos, a combatir conmigo en la oración" (15,30). El verbo griego usado por el apóstol es el de la "agonía", es decir, del combate decisivo y supremo. La cualidad fundamental de la oración es pues, la fidelidad en los momentos de silencio de Dios, en el tiempo de la aridez y de la oscuridad. Pero la parábola lucana nos ofrece otra sutil pero importante indicación sobre la plegaria: la certeza en la escucha.


Ante la pregunta: "¿Cuántas veces hay que orar?", Jesús responde: ¡Siempre! La oración, como el amor, no soporta el cálculo de las veces. ¿Hay que preguntarse tal vez cuántas veces al día una madre ama a su niño, o un amigo a su amigo? Se puede amar con grandes diferencias de conciencia, pero no a intervalos más o menos regulares. Así también es la oración. Este ideal de oración continua se ha llevado a cabo, en diversas formas, tanto en Oriente como en Occidente. La espiritualidad oriental la ha practicado con la llamada oración de Jesús: "Señor Jesucristo, ¡ten piedad e mí!". Occidente ha formulado el principio de una oración continua, pero de una forma más dúctil, tanto como para poderse proponer a todos, no sólo a aquellos que hacen profesión explícita de vida monástica. San Agustín afirma que la esencia de la oración es el deseo. Si continuo es el deseo de Dios, continua es también la oración, mientras que, si falta el deseo interior, se puede gritar cuanto se quiera, pero para Dios estamos mudos. Jesús nos ha dado Él mismo el ejemplo de la oración incesante. De Él se dice en los evangelios que oraba de día, al caer la tarde, por la mañana temprano y que pasaba a veces toda la noche en oración. La oración era el tejido conectivo de toda su vida. Aquel Jesús a quien vemos orar siempre es el mismo que, como todo judío de su tiempo, tres veces al día, al salir el sol, en la tarde durante los sacrificios del templo y en la puesta del sol, se detenía, se orientaba hacia el templo de Jerusalén y recitaba las oraciones rituales, entre ellas el "Shema Israel" ("Escucha Israel"). 


La Iglesia ha fijado, se puede decir que, desde el primer momento de vida, un día especial para dedicar al culto y a la oración: el domingo. Todos sabemos en qué se ha convertido, lamentablemente, el domingo en nuestra sociedad. Debemos hacer lo posible para que este día vuelva a ser, como estaba en la intención de Dios al mandar el descanso festivo: una jornada de serena alegría que consolida nuestra comunión con Dios y entre nosotros, en la familia y en la sociedad. 

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández