El más pronunciado es la pérdida de la privacidad, como lo sufren otras cien celebridades y cantantes, entre ellas Rihanna, April Lavigne, Winona Ryder y Kate Upton, cuyas partes íntimas son la comidilla en redes sociales y hasta una galería en Florida amenazó con exhibirlas como "obras de arte”, disfrazando el delito.

La novedad en este caso -como ocurrió con Scarlett Johanson- es que las famosas no fueron acosadas a la distancia por paparazzis, sino por un par de hackers que accedieron a sus selfies que habían subido a la nube digital (involuntariamente, quizás) por obra y gracia de la sincronía automática entre teléfonos inteligentes y tabletas con el iCloud.

Apple enseguida delegó responsabilidades. Coincidió con el FBI argumentando que no se trató de la inseguridad del iCloud, sino de aviesos delincuentes que hacía rato perseguían a las famosas, provistos de contraseñas fraudulentas. La explicación no convenció, sabiendo la fragilidad de nuestra privacidad luego de que colgamos datos en las redes sociales, compartimos documentos en Dropbox o porque damos demasiada información en compras on-line.

Lo raro de este "celebgate” es que a pesar de que se condene la acción del ciberpirateo, los usuarios de redes sociales y un sinnúmero de periódicos esparcieron los desnudos ampliando aún más el atentado contra la privacidad. Muchos, bajo el temible argumento de que la responsabilidad original fue de otros y que era su deber mostrar la prueba del delito como noticia. Esto, pese a que después que el hacker comenzó a divulgar las fotos, Twitter cerró las cuentas en la que se potenció la divulgación.

Lo que todavía no existe es criterio formado sobre los hackers. Para muchos, son una especie de "robin hood” que roba a los poderosos o famosos para beneficio de los comunes. Pocos deparan que se trata de un delincuente común como el ladrón que roba en nuestras casas y, aún peor en este caso, de un delincuente sexual, a quien denunciaríamos si lo tuviéramos de vecino. Otro agravante es que el hacker no pirateó por diversión, sino por dinero, que le pagaron a medida que divulgaba más fotos y videos eróticos de las víctimas. No se diferenció de un secuestrador o de un extorsionador típico, y quienes le pagaron estuvieron alimentando ese tipo de delitos.

Esta confusión ocurre porque muchos interpretan que Internet es una charla de café en vez de un medio de comunicación, no sabiendo discernir qué pueden o no publicar, qué es o no es delito. También se han desquiciado los parámetros del bien y el mal sobre la información y nadie puede arrojar la primera piedra, ya que las malas conductas de los "robin hood” como Edward Snowden no se diferencian mucho de las de la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense que espió a millones de usuarios; las de periodistas del extinto periódico News of the World que espiaron a celebridades y miembros de la realeza británica; o las de Facebook y Twitter que usan los datos de usuarios para su beneficio económico.

El pirateo de fotografías íntimas y datos demuestra que estas tecnologías nos imponen nuevos retos y que los delitos comunes, como el acoso, el robo de imágenes e identidad, son potenciados a una proyección descomunal barriendo con la privacidad y el honor de las personas.