Me duele muy de cerca el caso de la menor ultrajada. Y digo ultrajada, como sinónimo de despreciada. Despreciada en su condición humana.
En esta reflexión, trataré de dejar de lado la indignación que se suma al dolor, e intentaré hallar alguna explicación a lo incomprensible. Las causas deben ser muchas, para que un grupo de menores, desprecie la condición humana. Muchos expertos en distintas áreas están capacitados para esos análisis. Lo mío es un aporte, un razonamiento de lo que observo a diario: muchos adultos para quienes su ego, su yo, parece ser lo más importante en sus vidas. En charlas, en opiniones, en escritos, en comportamientos, eso se trasluce. Es cierto que actuamos en el mundo tratando de afirmarnos en nuestro yo, pero eso no implica que el nuestro prevalezca a punto de que no nos interese o ser desconsiderados con el de los demás. Los otros yo, con sus diferencias, con sus sentimientos, con sus luchas, están y necesariamente, convivimos con ellos en esta casa grande que es la Tierra. Les debemos tanto respeto como el que pretendemos para nosotros mismos, pues en su interacción con el nuestro, nos ayudan a crecer. Un ego, un yo que se cree superior, buscando la supremacía, generalmente, olvida la humildad, la austeridad, la tolerancia, el desprendimiento. Le cuesta pedir perdón, asumir responsabilidades. La permanente justificación de sus actos lo introduce en un camino, donde gasta energías que bien podría usar en la dura tarea de reflexionar y reconocer errores. Esa postura, es la que lo lleva, a veces, a los atropellos, la desconsideración al prójimo, la indiferencia ante el dolor ajeno. El otro se transforma en un objeto, que existe para ser disfrutado y usado, como todo lo que existe en la Tierra. Ese ego exacerbado, no descansa. Pide alimentos, busca satisfacerse constantemente. Es inmaduro, poco profundo. Se deleita en el mundo ficticio de su supremacía. Pero quizás lo más grave de todo esto es que, portado por adultos, olvida que es observado y tomado como modelo por los niños y adolescentes, comenzando un camino de reproducciones de superficialidad y falta de valores, que sumado a las adicciones, enferma a las sociedades, daña la convivencia y deja cicatrices muy difíciles de borrar.
Es necesario cambiar el rumbo. La mayoría de la gente, vive vertiginosamente, tratando de acceder a la mayor cantidad de placeres, muchas veces, sin importar los medios de acceso. Hay tantos niños que nos miran. Tomemos conciencia. A nosotros nos cabe la responsabilidad, sin atenuantes, de ser modelos. Este principio de vida debe ser primordial en la enseñanza escolar y familiar. Lo primero, conducirá a ser buenas personas. A lo otro, se puede o no acceder y será válido si lo sustenta el trabajo y el esfuerzo. Pero, en mi modesto entender, no hace al sentido profundo de la existencia en el planeta, pues en el Universo siempre seremos insignificantes frente a la inmensidad cósmica. Nuestro paso por la Tierra, poseedores del don de la inteligencia, nos debe distinguir, ante todo, como defensores de la vida, en cualquiera de sus manifestaciones. Luchar para vivir dignamente, gozar del esparcimiento, pero siempre respetándonos, pues todos estamos involucrados en un mismo destino. Queramos o no, en ese aspecto somos iguales. Eslabones inevitablemente unidos, marchando hacia los designios superiores.
Desconocerlo es sonar desafinado en la música que acompaña a nuestra existencia. Es mostrar signos de una brutalidad, de la que la inteligente evolución humana, intenta desprenderse y en la que todos deberíamos estar implicados.
Cuando como hoy, una madre clama por su niña despreciada, con el corazón desangrado, su dolor cala profundo. Seres humanos que se dicen inteligentes, dieron muestra, una vez más de brutalidad. Ignoraron la condición humana, de una adolescente, capullo en flor en el jardín de la vida. Ellos o quienes los educan están fallando. Reconocerlo es su único camino, para volver al concierto de la humanidad inteligente.
Conozco mucho a esa madre. Sé de sus comportamientos alejadas de egos exacerbados. De su innata capacidad de entrega y desprendimiento. De la profundidad de sus convicciones. De la belleza de sus sentimientos.
Merece ese reconocimiento, al menos, como consuelo a tanto dolor inevitable.
(*) Licenciada en Bioquímica.