Wojtyla, Ratzinger y Bergoglio.

Hoy es una curiosidad que los papas no sean romanos o italianos como ha sucedido en toda la historia de la Iglesia Católica. Y si en los primeros tiempos, la diversidad en la nacionalidad de los papas era muy común, con los siglos la condición de italiano fue resultando indispensable para cubrir las funciones de Sumo Pontífice. Con la sucesión de Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco I, por primera vez en 635 años (1378-2013) tres papas seguidos no nacieron en Italia. No vamos a bucear en lo sucedido con los primeros papas "extranjeros", pero si nos detenemos en los últimos tres, veremos cómo coinciden sus experiencias puntuales con sus países de origen. Argentina vive en estos años, desde 2013, una experiencia inédita, sin dudas gratificante más allá de creencias, y difícilmente repetible en siglos: un papa argentino. Si bien en el resto del mundo se lo aborda como lo que es, el líder de la Iglesia Católica en el mundo y jefe de Estado de Ciudad del Vaticano, en nuestro país suele tener más espacio en los medios por las supuestas frías relaciones con el presidente Mauricio Macri o por las, aparentemente, más cálidas con su antecesora. Me atrevo a decir que es en su país donde menos se han valorado sus difíciles logros en la búsqueda de la paz en el mundo. Cuando se habla de su cercanía al peronismo, hasta hace poco representado por Cristina F. de Kirchner, muchos se olvidan que la elección de Jorge Bergoglio como el 266º pontífice y sucesor de Benedicto XVI el 13 de marzo de 2013, fue una noticia muy dura para la entonces presidenta y su gobierno, ya que en varias ocasiones el cardenal Bergoglio había discrepado con decisiones políticas adoptadas por el Gobierno. Como papa, Bergoglio recibió siete veces a Cristina, en algunas ocasiones acompañada de algunas personas de su cercanía, algunos non sanctos, todo hay que decirlo. También recibió amigablemente a Hebe de Bonafini, de Abuelas de Plaza de Mayo, que tiempo antes había expresado críticas hasta ofensivas contra el Papa.


A su vez, Juan Pablo II vivió una muy fría relación con quien ostentaba la presidencia de Polonia, su país de nacimiento, el general Wojciech Jaruzelski, al comienzo de su pontificado. Pero no sería una exageración decir que su buena relación con el líder del sindicato Solidaridad de su país, Lech Walesa, fue tal que se la llegó a calificar de "padrinazgo". Tan es así, que éste llegó a ser presidente de Polonia, un año después de la caída del Muro de Berlín y el derribo de la URSS, movimientos en los que Juan Pablo II fue gran protagonista. Por su parte Benedicto XVI, de nombre secular Joseph Ratzinger, alemán de nacimiento, vivió con dolor ciertas reacciones adversas que tuvieron lugar en su Alemania natal tras su elección como sucesor del Wojtyla. En general fue recibido siempre con cierto escepticismo y en una de sus varias visitas, se dijo que algunos cardenales no habían querido saludarlo, mientras que un grupo de diputados críticos a su papado, se ausentaron del recinto en el momento de dar su discurso oficial ante el Parlamento Federal.


Por repetirse en tres períodos seguidos esta experiencia, se llega a la conclusión de que los papas, que son de toda la feligresía católica, nunca dejan de sobrevolar sus países de origen, sobre todo con el pensamiento, a veces impregnado de nostalgia. Por eso, tras esta investigación para DIARIO DE CUYO, podemos preguntarnos: ¿Es bueno que los papas no romanos, se inmiscuyan en las internas políticas de sus países de nacimiento? Quizá no lo han hecho de manera formal, pero inevitablemente han existido gestos frecuentes que son leídos en el país de origen con clara referencia local. Y, finalmente, ¿puede un papa no romano, que abandona su tierra natal, perder también la posibilidad de contribuir a un mejor ritmo de vida de sus "anteriores" conciudadanos? En su condición de jefe de un Estado independiente de características únicas, puede considerarse interferencia en asuntos de otro Estado, aunque viniendo de un pastor universal, nadie podría pensar que no sea para bien.