"De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. El que obra conforme a la verdad se acerca a la luz" (Jn 3,14-21).


Días pasados, un grupo de jóvenes empresarios me invitó a dar una conferencia sobre drogadicción e invité a dos miembros del grupo "Alcohólicos Anónimos". Los dos dieron un testimonio conmovedor y de una profundidad que nos emocionó a todos. Hablaron con toda crudeza de su enfermedad, del infierno en el que habían vivido muchos años; uno de ellos durante cuarenta años. Los dos insistieron en que habían sido educados en sus familias, muy religiosas, en un clima de miedo y temor de Dios; de cómo para iniciar su proceso debieron haber primero tocado fondo, y de cómo su camino había pasado por la aceptación y el amor hacia sí mismos, del reconocimiento de que no podían salir del infierno del alcohol por sí mismos, sino que necesitaron la experiencia de un ser superior que les tenía que ayudar a nacer de nuevo. Dentro de los doce pasos del programa Alcohólicos Anónimos se formula la creencia, en un poder superior a nosotros mismos, que es el que puede devolver al sano juicio. Estos dos amigos se refirieron al Dios que Jesús nos ha manifestado y que les había hecho nacer de nuevo a una vida nueva, a "un despertar espiritual que los lleva a trabajar, como dice el paso doce, para llevar este mensaje a los alcohólicos". 


En el diálogo de Jesús con Nicodemo se habla de ese "despertar espiritual", de la necesidad de "nacer de nuevo". Y, ante la pregunta de aquel fariseo honesto, que visitaba a Jesús por la noche, de cómo un hombre anciano puede nacer de nuevo, si ya no puede volver a entrar en el vientre de su madre, Jesús responde llevando a Nicodemo a otro terreno y le habla del renacimiento en el Espíritu. El largo diálogo de aquella noche hace referencia a un viejo pasaje de la Biblia. Moisés había construido, ante las mordeduras de las serpientes venenosas del desierto, un estandarte sobre el que puso una serpiente de bronce, de tal forma que el que la miraba no padecía daño. Jesús retoma esta vieja historia y la aplica a sí mismo: "Así debe ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna". Lo que nos salva de las mordeduras y de los venenos de la vida es ese Dios, que se nos ha manifestado en Jesús. Esto lleva al evangelio a hablar con entusiasmo y vehemencia del amor de Dios: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo al mundo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna": el volver a nacer que le parecía imposible a Nicodemo. Y enseguida añade, con el mismo énfasis: "Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él". Sí, el Dios que nos ha revelado Jesús no es el Dios del temor y del terror en que muchos han sido educados, sino el Dios del amor; no es el Dios ante el que se experimenta un sentimiento de pánico; es el que no ha venido a condenar, sino a salvar. San Agustín escribió: "Da lo que tienes para que merezcas recibir lo que te falta". Si mostramos generosidad y misericordia con los otros, Dios las tendrá con nosotros. El mismo santo obispo de Hipona añadía: "Si quieres conocer a una persona, no le preguntes lo que piensa, sino lo que ama y cómo perdona". 


Cuaresma es época de conversión. Cuando se nos habla de ello, tendemos a pensar en lo que debemos cambiar en nuestra vida. Sin embargo, ¿no tendríamos que tomar como punto de partida el amor de Dios que nos amó primero, y que es el primer paso en todo camino de conversión? Lo más importante no es que yo te busque, sino que tú Dios mío, me buscas en todos los caminos. No sólo que yo te llame por tu nombre, sino que tú tienes el mío tatuado en la palma de tus manos. Que yo te grite cuando no tengo ni palabra, sino que tú gimes en mí con tu grito. El silencio agradecido hacia ti que eres el Dios del amor es mi última palabra y mi mejor manera de encontrarte.

Pbro. Dr. José Manuel Fernández