Siempre habrá habido oposición a los cambios. Ernesto Sábato hizo decir a uno de sus personajes que aquello de que todo tiempo pasado fue mejor es un mecanismo de defensa psicológica porque, como también afirmara José Hernández en el Martín Fierro, "olvidar lo malo también es tener memoria". Imagino lo que se habrá pensado cuando las primeras trabajadoras en las hilanderías de Londres dejaban casa e hijos por un salario, esos personajes que describen las obras de Charles Dickens. ¿Se habrá festejado el nacimiento de la máquina de vapor que dejaría sin trabajo a los armadores de velámenes para los barcos? Es casi seguro que no, que tampoco el ferrocarril se habrá valorado como lo hacemos ahora y así con lo que apreciamos como grandes avances. La diferencia entre aquellas épocas y la actualidad es que lo que hoy cambia lo hace a una velocidad que no da tiempo a la adaptación. Mi padre, bastante avanzado, que vivió muchos años en la ciudad de Buenos Aires, telegrafista de profesión, llegó a conocer con gran asombro el fax, ese milagro de poner un escrito o un plano de un lado y que saliera una copia igual del otro lado de la línea. No alcanzó a entender cómo podía ser que en medio de la playa, sin cable ni conexión visible, un nieto le hablara desde Europa con más fidelidad de audio que la del teléfono de casa. Pero, desde el fenómeno del telégrafo en que había un emisor que manipulaba puntos y rajas del sistema Morse, un receptor que descifraba para transcribir a palabras del idioma castellano para teclearlas en una máquina y luego entregar los textos al cartero que debía llevar el telegrama a casa y la mensajería instantánea del whatsapp de la cual nos quejamos cuando no nos dan el "visto" en pocos segundos, no ha pasado más que medio siglo. Desde el siglo XIX hubo cambios fuertes, pero el problema ahora es la velocidad y la enorme brecha que se sigue abriendo entre grupos de gente que convive en la misma época generacional pero que no comparte la misma época tecnológica. Jacques Cousteau, el famoso oceanógrafo y biólogo marino, relató una vez que viajaba en una canoa con un transmisor satelital y un nativo del Amazonas que no conocía la escritura, los separaban unos 400 años. Hoy esa separación tal vez no sea tan grande en el tiempo, pero lo es igual o peor porque hoy, 10 ó 20 años de atraso, son equivalentes a aquellos 400. Es natural que quienes ven que se les va el tren sientan el mismo miedo y la misma bronca que siente el personaje de Discépolo en "Cambalache", nada les viene bien y tampoco tienen claro cuál es la naturaleza de su problema y quién o quiénes son los culpables de que deban abandonar el estado de bienestar que les enseñaron y creyeron, sería el fin del camino.

Esa seguridad que les hacía pensar a los suizos que tenían asignada hasta la parcela en el cementerio por el solo hecho de haber nacido allí, no va más, se acabó, hay que empezar de cero, hay otros que en algún lugar del planeta están haciendo lo mismo más barato y mejor. Terminó también la estabilidad laboral hasta para quienes lo hacen por cuenta propia y son independientes. Los "chalecos amarillos" que hicieron su lanzamiento mundial en París las últimas semanas y que están haciendo zozobrar al gobierno de Emanuel Macrón, están expresando ese temor que ya expresó Zigmunt Bauman en su ensayo "La modernidad líquida", la ausencia de solidez en las ideas y en las estructuras de la sociedad que los socialistas imaginaron de una forma y los capitalistas de otra pero que, en definitiva, conducían a un final visible como utopía, con el cual uno podía o no estar de acuerdo y lo podía defender o combatir. Hoy, siendo todo líquido, la realidad fluye como el agua entre los dedos, no hay donde pararse y las cosas cambian a un ritmo frenético, eso causa desesperación como cuando nacieron las grandes corporaciones que no tienen propietario visible con quien acordar o a quien combatir. Discépolo habrá percibido lo mismo cuando escribió el tango en el siglo pasado. Antes, decía, las cosas eran de otra manera, ahora "es lo mismo un burro que un gran profesor". La angustia existencial que destilan los versos "que el mundo fue y será una porquería ya lo sé...; "pero que el siglo XX es un despliegue de maldad insolente ya no hay quien lo niegue", "Qué falta de respeto, que atropello a la razón"..., "Dale nomás, dale que va, que allá en el horno se vamo a encontrar" (vamos por mal camino, habría que volver atrás). Ansiedad, angustia, desesperación, como la letra del bolero Toda una vida, es lo que respiran a diario todos los que reman en una era en la que todo se mueve, donde nada está quieto, donde todo circula a la velocidad de la luz, como la información por internet. Sí, Discépolo hubiera sido hoy un incendiario chaleco amarillo por las calles de París.

La esencia de ese tango se ha de repetir con otros versos en el futuro. Francisco habla de la "cultura del descarte", tiene razón, pero parece inexorable. Los hechos violentos de los que somos testigo, muchos de ellos sin razón aparente, son la expresión de los que intuyen que no tendrán lugar en el mundo que está apareciendo. La intuición dice el psicólogo Daniel Kahneman, es una forma de pensar rápido, la razón viene después.