"La estatua remozada, lustrosa y triunfal copó el aire fresco de la mañana sanjuanina... es el sitio desde donde mira nostálgico a San Juan...".

La estatua remozada, lustrosa y triunfal copó el aire fresco de la mañana sanjuanina. El gesto de dar al prócer una mano de amor hermoseándole el sitio desde donde mira nostálgico a San Juan, me pareció valioso. Pero, a la mañana siguiente la historia se repitió: las palomas ensuciaron nuevamente la testa de aquel que nos honra ante el mundo y ante nuestra conciencia. Como manotazo sombrío, nuevamente algo imprecisable se había puesto de espaldas a la luz y había mostrado su rostro absurdo.


Este hombre singular que sigue reclamando una Patria grande con fundamento primordial en la educación y el progreso, un día tuvo que tomar el camino del exilio, reiterado atajo que nuestro país se ha encargado de preservar -curiosamente- para los grandes y del cual volvió triunfal con la dignidad de la presidencia de la Nación como reconocimiento a su postura de estadista de sangre y fuego.

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Pero parece que las crónicas de los grandes hombres no cierran su parábola con la recompensa de los pueblos, porque Sarmiento tiene que demostrar permanentemente su razón. Las miserias acurrucadas con superficialidad y poco vuelo en críticas banales a sus frases apasionadas (generalmente sacadas de contexto) tratan de golpear con superficialidad la talla del enorme estadista.

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Generalmente, Sarmiento es el blanco de sectores que se alimentan de parcialidades y divisiones. Su enorme figura concentra miradas nostálgicas de historias de las que todo país se nutre para crecer, pero que a otros les sirven para volar bajo, intolerando, dividiendo.

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El maestro sigue sufriendo exilios de injusto daño. Se lo combate por sus frases apasionadas, muchas veces mal interpretadas, como si un hombre debiera ser infalible y, cuando se equivoca u opina, todo lo positivo que hizo quede derogado. Pero hay otro exilio de Sarmiento que a los sanjuaninos debe convocarnos a reparar: ese raro desencuentro de los pájaros con su estatua y que los sanjuaninos no hemos defendido de modo eficaz. Es inadmisible no haber encontrado hasta ahora el modo de impedir que se la mancille, aunque se trate de la inocente actitud de palomas. Podría protegerse la estatua, por ejemplo, con una bella e iluminada campana de cristal que pueda ser aseada periódicamente. Cualquier otra solución será bienvenida. Así nos pondríamos a la altura de las circunstancias: evitar que la inocencia de los pájaros se ensañe con esa cabeza que pensó un país para enorgullecernos. Que San Juan dé el gesto necesario.