La armónica, básico organito de escasas notas, se comportaba como podía y uno se ilusionaba con que era organillero, bandoneonista, hacedor del sortilegio de la música.

La llamábamos "flauta'', pero en realidad se trata de la armónica. Mis primeras memorias la ubican alumbrando en sones los viejos carnavales, portando canciones simples en ritmo de marcha en la boca de gente humilde que integraba las comparsas barriales. El sonido inconfundible del diminuto artefacto tozudamente me llega intacto desde aquellas jornadas que copaban las calles de la Plaza Veinticinco, con gente de todas las edades, pertenecientes a los barrios, que se convocaba ataviada con ropa de vivos colores confeccionada por ellos mismos o su familia, y así ascender a la aventura del carnaval y sentirse alguien ante el aplauso, los gritos, los pomos, los lanza perfume y la albahaca que transformaban las noches de San Juan, bajo una luna conmovida y frágil revolcaba en el rito del papel picado remojado que alfombraba las calles.


De niño, una mañana muy tempranito la encontré en el umbral, adentro de una cajita. Era notoriamente más pequeña que la que portaban las comparsas. Mis padres la habían encargado a los Reyes Magos. La acaricié como animalito recién llegado a nuestras vidas, una buena nueva, un sueño caído en la mano. Ese día la maltraté para sacarle algunos sonidos del tema de moda o la canción tradicional que silbaba mi viejo. Algo logré. El instrumentito, básico organito de escasas notas, se comportaba como podía y uno se ilusionaba con que era organillero, bandoneonista, hacedor del sortilegio de la música.


La armónica fue una herramienta prodigiosa en boca de intérpretes extraordinarios como el riojano Hugo Díaz, que construyó tangos de antología bajo el fuelle de su enorme corazón pasional. También escuché en San Juan ejecutantes sublimes como Américo de los Andes y tantos otros cuyo nombre hoy no recuerdo. Parece mentira que con tan poquita cosa se pueda construir el castillo de una sinfonía o la guirnalda frutal de una ronda infantil; que ese ínfimo cofrecito, turroncito de miel y fantasías, pueda traducir en quejas de diminuto bandoneón los embates sentimentales del corazón; que nos ayude a acariciar canciones y a sentirnos útiles al alma de los demás.


Dulce flautita de ayer: ¡en qué mueble derribado por el tiempo y las polillas del olvido te habrás quedado abrazadita a mi niñez de fuegos, ilusiones y lagrimitas, tratando de ubicar en una escala musical el paso de los años, para que todo sea mejor, para que nada se muera de pena, para que el viento no se lleve la magia así como así!

Por Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete