"...Se decía que pegaba como patada de burro. El delgado muchacho de pelo rojizo y pecas se paraba fiero en el centro del ring...".


Villa Zavalla. Adolescentes que pateábamos hasta el cielo la luna de cuero con tientos en la canchita. Esas parábolas maravillosas del tiempo me trajeron de nuevo a la famosa Villa, a unas cuadras de donde antes viví, frente al viejo estadio del Parque de Mayo, su cancha de básquet, entonces sin techo, donde hicimos mil fechorías siendo niños y no tanto y donde fuimos a inventar la edad del asombro y el incipiente romanticismo. 


Villa Zavalla. Se vanaglorian que es reducto de Sportivo Desamparados y es cierto, hay mayoría de hinchas de ese club. A pocas cuadras hacia el oeste de nuestra casa de madera de la esquina de las entonces Victoria y Las Mercedes, vivía el Colorado Montané, excelente persona, muchacho manso y cordial. Sin embargo, bajo el apodo de "Dante Rodríguez'', fue uno de nuestros más afamados boxeadores. Se decía que pegaba como patada de burro. El delgado muchacho de pelo rojizo y pecas se paraba fiero en el centro del ring de calle General Acha y Rivadavia, enorme terreno baldío donde reinó durante muchos años el escenario mayor de nuestro box y donde, también por esa época más o menos, Elio Ripoll fue ídolo. Sagrado coliseo donde sólo pudimos contentarnos con sentir desde la vereda el retumbo en el pecho de la muchedumbre que festejaba combates de oro y estallaba con algún nocaut y una vez casi lincha a un peleador puntano que dejó en el piso a un ídolo coterráneo. Pero ésta es otra historia.


De Dante Rodríguez (el Colorado Montané) hablaba. Solía arrimarse a nuestra canchita, pero no jugaba con nosotros. Sólo un espectador tranquilo y afectuoso, del que no se podía imaginar que en el centro del ring mandaba al mundo, sacaba sus manos como latigazos y producía nocaut inesperados, porque -cuentan los que saben mucho de esto- una mano bien puesta casi ni se ve; sólo la delata el desmoronamiento del rival y el furor casi animal de la gente que la festeja.


Pegaditos a un receptor Siemens o Telefunken, modulando con perillas fantásticas la voz agitada del relator, escuchábamos Radio Colón o Los Ándes o nos aventurábamos a la proximidades del estadio a cielo abierto para experimentar en directo la roja pasión del público ante las alternativas de la pelea. De pronto un estallido que uno no podía saber si correspondía a la caída de nuestro ídolo o de su rival; y un caliente silencio que lo seguía, que era mucho más arrebatador que la bullente estampida que copaba el sábado del verano de un San Juan con retretas y lecheros a domicilio, con almacenes que nos vendían a granel el azúcar o el arroz depositado en cuadrados tarros de lata y que nos entregaban en armados bolsitas de papel de estraza. San Juan del Colorado Montané, muchacho de barrio humilde, de una Villa que aún sueña por las noches desveladas con un pasado fragante sólo alcanzable en la nostalgia.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.