Me gusta ver espigar el Sol al romper el alba, despertarme y descubrir que nace para todos por igual, sin distinción de género, ni horizonte. No es preciso subordinarse a nadie, tampoco a nada, para disfrutar de su armónico amanecer.

Este goce natural ha pervivido en el tiempo hasta que el ser humano dejó de sentir la poesía como pulso de su vida. La desigualdad ha sido una creación humana, un negocio interesado para propiciar discordias, un signo de opulencia que genera egoísmo y rompe la armonía. A raíz de este absurdo acaparamiento, o apropiación indebida, ya no todos tenemos las mismas posibilidades. Realmente tampoco transitamos del derecho a los hechos.

La realidad nos revela, que esta igualdad de buenas intenciones entre mujeres y hombres no pasa del papel a la práctica. Para respetar este nativo orden, es necesario oponerse a tantas falsas concepciones que impiden actuaciones conjuntas y básicas como es el bien común de la persona con las características complementarias, jamás excluyentes, de lo que es femenino y masculino.

Mujeres y hombres están llamados a coordinarse, a trabajar unidos, lejos de cualquier sueño, bajo el deber de complementar talentos en la mejora de una sociedad más hermanada humanamente. Algo que, evidentemente, requiere una gran sensibilidad para poder armonizar el acercamiento entre unos y otros, la cordialidad entre familias, para asegurar que todo ser humano pueda vivir libre de la violencia en cualquier lugar, recibir igual remuneración por trabajo semejante, tener voz en todas las tribunas y en todas las agendas de poder.

Todos poseemos derecho a participar de ese Sol de justicia y, de hacer justicia, donde no exista. Una sociedad del conocimiento como la presente no puede dejar de resolver que mujeres y hombres, ambos por igual, están llamados a construir un mundo más habitable, y lo será, en la medida que se avive la armonía entre sus moradores.

A mi juicio, este propósito tiene una importancia capital a través de la educación y la cultura, dos ventanas que forman y conforman el punto de inicio y el inevitable nexo de partida desde el que se puede comenzar verdaderamente el cambio para construir un mundo más de seres humanos, sin divergencias absurdas, sabiendo que toda discriminación es una forma dominadora contraria a la misma naturaleza de la que formamos parte.

Sin lugar a dudas no existe una fuerza más poderosa, que la unión de hombres y mujeres trabajando, con claridad de mente y rectitud de hábitos, por horizontes comunes que dignifiquen al ser humano como tal, mejorando su convivencia cívica y estableciendo el fin de toda violencia. Se deberían reconsiderar las diversas discriminaciones basadas en el género, que está teniendo enormes costos para las sociedades; igualmente la igualdad de oportunidades, recursos y responsabilidades en la toma de decisiones.

Sin embargo, no todo está perdido. Hay motivos para la esperanza. Por ejemplo, que entrase en vigor el Tratado Internacional sobre los derechos de los trabajadores domésticos, los mismos derechos básicos que los demás trabajadores. O que las mujeres logren una cifra sin precedentes del 63,8% de los escaños parlamentarios en Rwanda (cámara baja), siendo el único parlamento en el mundo con una mayoría de mujeres.

Por suerte, hay muchas más pruebas, pero es suficientemente esclarecedor, sobre todo para dejar de manifiesto que es necesario continuar prestando especial atención a las cuestiones relativas al género, puesto que aún es mucho lo que queda por hacer.