En Roma, a fines de 2010 e inicios de 2011, explotan bombas frente a las embajadas de Chile, Suiza y Grecia y se pensó que se trata de una forma nueva de terrorismo: el micro-terrorismo. El objetivo es el mismo pero el procedimiento es menos cruel y menos doloroso ante la opinión pública.

El amanecer del nuevo siglo y milenio tuvo una marca indeleble, el terror. El 11 de septiembre de 2001 signará este tiempo para nosotros y para nuestra posteridad por idéntica causa: el intento de suplir la racionabilidad esencial de la conducta humana por su negación radical, es decir por un intento de construir lo humano desde lo irracional. Esto equivale -poco más o menos- a concebir una existencia donde el ser existe por la nada. ¿Absurdo? Ciertamente. Entre los flagelos de nuestro tiempo, el terrorismo es quizá la apuesta mayor por el absurdo irracional. ¿Habría que creer a ciegas en el alto al fuego anunciado este mes por la ETA? De ningún modo, porque el terrorismo no se ajusta a pactos, más bien los destruye. El terror se nutre de lo irracional, por ello es más que la mera negación de lo humano, es su corrupción sustancial.

Contando con estrategias subversivas, dirigidas a la destrucción de personas y de cosas, asestando golpes no ya en objetivos militares sino en los lugares donde transcurre la vida cotidiana, el terrorismo se ha transformado en una red oscura de complicidades políticas, con sofisticados medios técnicos y avales financieros. Se mata a sangre fría. Esa es la primera condición para que la ira se propague a escala universal, a sangre fría, sin mirar a quién ni importar si es o no enemigo. Matar así aviva el odio y prepara la explosión. Se da así el miedo a los bárbaros, tesis expuesta por el filósofo Tzvetan Todorov (Milán, 2009).

La violencia del terrorista no nos pone frente a un abismo, nos sepulta entre sus pliegues. No es posible legitimar atentados contra el orden humano válidamente establecido en defensa de "supuestos'' derechos humanos, pues para ejercer los derechos humanos es necesario aceptar previamente que se existe como persona humana, lo que supone salvaguardar de manera irrestricta el orden racional. Es verdad que hay injusticias y situaciones de pobreza que claman al cielo por una solución justa y rápida. Pero no todo medio es válido para conseguir lo justo.

Para San Agustín, pilar indiscutible de la civilización occidental, el orden exige que cada cosa ocupe el lugar que le corresponde en la escala de los seres y por ello define la paz como "tranquilidad en el orden''. El hombre, como cúspide del ser creado, no sólo es parte del orden establecido por el Creador, sino que participa de él por su conocimiento y debe prestarle libremente su adhesión para participar del sin par privilegio de convertirse en consumador activo de la construcción perfectiva de su existencia y la de su prójimo. El hombre, mientras actúa ordenadamente, es artífice del ser en la medida de su esencia ya que transforma la naturaleza dada. Al relacionarse con ella, con sus semejantes y con Dios produce la cultura; espíritu humano objetivado, creación humana si usamos analógicamente el verbo crear. Cuando se aparta deliberadamente del orden se convierte en el más absurdo de los agentes destructivos de la naturaleza porque comienza destruyéndose a sí mismo. En este horizonte se reniega de la verdad y del bien, que no son más que las formas con que propiamente captamos el ser desde la inteligencia y la voluntad, y se precipita a la nada, que es la muerte del ser.

Cada terrorista no es sino un hombre enajenado cuya inteligencia cegada por el error y el corazón obstruido al amor, lo convierte no sólo en un suicida sino en un homicida de la humanidad. El terrorista de hoy tiene al servicio de su irracionalidad instrumentos inconmensurablemente más eficaces que el fuego utilizado por Nerón para destruir Roma y por ello su presencia destruye la esperanza y perturba a los prudentes.

El terrorismo contemporáneo no tiene posibilidad de renegar de Dios como lo hicieron nuestros primeros padres. Sólo puede renegar de su mismidad, de su naturaleza, en un acto extremo y demencial de ruptura del orden que le impone su propia esencia desde la conciencia racional. Es, al mismo tiempo, fruto de la propia capacidad humana para optar libremente por la nada. La gravedad del terrorismo estriba en esa opción por la nada. Nihilismo, pero del peor porque es virulento. Por eso aterra al resto, que contempla inerme su incapacidad para defenderse de algo que escapa a la razón.

Sólo se puede vencer al terrorismo recuperando el orden; no cualquier orden, sino el que impone la jerarquía del ser, ese mismo orden que sustenta la paz y la belleza como enseñó San Agustín luego de contemplar desde su fe cristiana el dolor que soportaron en su tiempo frente a la irracionalidad de la corrupción de la cultura antigua y de la barbarie de los inciviles.