Mi abuelo lo hizo con sus rudas manos de ferroviario. En su redondel, mixtura armónica de álamo y hierro, el calorcito hogareño fluía de brasas conseguidas en el fogón de la cocina, aquellas mesadas de dos o tres agujeros por donde asomaban las llamas para el locro, la sopa de invierno o el churrasquito a la sartén, que podía ser de cuadril o blanda "común", generalmente guachalomo, que es una carne barata pero sabrosa, propia de hogares humildes. El tiempo se encargó de esas hornallas. Primero la cocina a kerosene y luego llegaron las de gas; entonces el viejo brasero reclamó las brasas de otro modo: se encendían de carbón, alentándolas con un tarrito desfondado al centro, para el tiraje y más rápido encendido. ¡Las veces que habremos ido al corralón de Don Miquito a comprar algunos kilos de carbón que, mezclado con carbonilla, desataba la fiesta de hogareños fuegos artificiales! Y de paso comprarle unos "ojitos", aquellas balitas de colores cuyo sonido al bailotear en mis bolsillos aún resuena en mis oídos de pocos años.
El brasero era el estandarte de jornadas de batallas contra el frío. Su cordial redondel proponía a la familia sentarse en derredor con los pies sobre la madera, pasándose como un mensaje de simple amor el mate común o con leche (para que los niños se alimentaran) si es que el pater familia permitía el mate a los niños.
Tiempos aquellos de palabras medicinales que sonaban familiares en boca de nuestros abuelos y padres, tales como: cataplasma, ventosas, pataleta, friegas, empacho, ojeadura y de los milagrosos sellos Fucus, las pastilla Valda y el Vick Vaporub.
Cenizas del pasado fragante y descargado de las complejidades y vericuetos de un ulterior progreso (que en mucho fue bueno y en mucho muy malo), es posible que estén esperando, humildes, la reivindicación de la simpleza y la ternura, acorraladas en antiguos braseros que testimoniaron la dignidad de hogares con muchos hijos y menos problemas; con el esfuerzo de una provincia que también tuvo el coraje y la responsabilidad de resurgir de sus propias ceniza, las del infortunio y el cataclismo que nos hizo especialmente fuertes pero -quizá- un poco más tristes; por eso todo triunfo, por más pequeño que fuere, nos vuelve a fortalecer, a enorgullecer de haber sobrevivido al dolor y seguir pensando que ésta es la provincia más moderna, con la gente más cordial y las veredas más anchas, impecables y limpias, aunque todo eso no sea tan así.