La chaya de otros tiempos en la siesta sanjuanina

Tomamos el viejo balde de zinc, lo colmamos de agua y dentro de él un tarrito que había contenido durazno al natural. Había que conseguir una bicicleta. Podía ser la del "Negro” Cano, la vieja Bianchi con frenos de hierro y generoso portabultos que en una de esas nos prestaba. Difícil empresa ésta, que siempre culminaba con una salida a pie por el barrio y otros arrabales aledaños. Algunas veces nos trepamos a la caja de un camioncito de algún pariente de un amigo, que aparecía por ahí como caído del cielo, al que cargábamos un tanque de agua y con él recorríamos los barrios.

Las batallas más grandes se daban en la calle Cereceto, mientras uno se acercaba al sitio crucial: la famosa esquina Colorada. Pasar por ahí era aceptar las rudas reglas de juego consistentes en recibir diez baldazos al menos, se tratara de mujer u hombre.

Cargar el tanquecito sólo con agua era un desperdicio. Por eso nos avocábamos al sublime rito de llenar bombitas, con las cuales construíamos temibles proyectiles que realmente dolían si venía desde lejos. Y le tirábamos a cualquiera, salvo que fuera un anciano; no se salvaban damas bien vestidas, nenes ni señores de traje. El carnaval en San Juan desataba el indio por unos días y establecía sus reglas de juego lícitas, aunque muchos las repudiaran. Y a la noche, descolgarse de las casas hasta el Centro a emocionarse con el mejor carnaval del país. El corso estallaba en los dominios aledaños a la Plaza Veinticinco. Entre rendijas de gente ya mojada y papel picado pisoteado, podemos ubicarnos en tablones de madera de una tribuna emplazada en la vereda donde estaba el supermercado "Dilbas”. A lo lejos, como señales de humo que se nos vienen en tropel hasta el alma, retumban tamboriles y platillos caseros de noble lata, que anuncian que el corso se puso en marcha desde el Norte. Un policía orgulloso camina presuroso por el medio de la calle, y de tanto en tanto hace sonar su silbato. Ya dobla una comparsa. ¿La de "El clavelito” o la de Villa del Carril? Poco importa hoy cuando todo eso nos falta. Delante del orgulloso grupo de seres humanos simples de todas las edades, ataviados de luces, viene Tarzán junto al gorila que se esmera en asustarnos y en el otro costado de la calle Cantinflas con los pantalones debajo de la cintura. Prolija, numerosa, con un enorme estandarte negro calado de luces, por sobre el autito que porta la batería que ilumina al grupo, otra comparsa con muchos señores mayores con guitarras y quenas de caña y una escandalosa murga donde en una camilla se opera a un pobre tipo y se festeja cuando cae al piso, donde la albahaca fragante es alfombra humilde mezclada con papel picado y tapitas de Bidú, Nora o cerveza San Juan.

Desde la chaya popular, festival de los pobres y los simples, hasta la gala del corso triunfal y majestuoso donde somos todos iguales, San Juan llora ausencias y sigue buscando un perfil rotundo que lo distinga ante el país.

 

Por Dr. Raúl de la Torre

Abogado, escritor, compositor, intérprete