La actividad agropecuaria soporta una situación conflictiva de consecuencias alarmantes, generada simplemente por el desempeño del sector, que se constituyó en una expresión contemporánea exitosa de la economía argentina junto con la industria y los servicios vinculados con su desarrollo.

Pero lo más sorprendente es el desconocimiento y la superficialidad que acompañan al tratamiento del tema por parte del Gobierno nacional. Esto puede tener consecuencias imprevisibles con elevados costos sociales en términos de empleo, uso de las capacidades productivas y pérdida de nuestro prestigio internacional.

A esta altura, el conflicto se ha tornado irracional porque no se considera de manera objetiva qué está en juego y menos los aportes del campo a la economía nacional. La agro-industria, por ejemplo, congrega un entramado de 41 actividades productivas que en conjunto representa casi el 20% del PBI. Desde el punto de vista de la promoción del empleo, su contribución equivale al 36% de la ocupación laboral total en la Argentina, con significativa proporción de mano de obra calificada.

Su aporte es manifiestamente importante en materia de generación de recaudaciones fiscales y de ganancias en divisas que sirven para liberar al sector externo de los pesados endeudamientos externos. Esta actividad aporta el equivalente al 12% del PBI, o el 40% de la recaudación total y su contribución en el sector externo es igualmente positiva. Las exportaciones agropecuarias representan el 33% de la producción del campo o sea más del 50% de las ventas externas totales del país. Y gracias a ello, exhibe un aporte en divisas superavitario, de unos 20.000 millones de dólares.

Cuando se examina el tejido social del agro, es fácil advertir la democratización del sector, como lo pone de manifiesto el hecho de que el 74% de los productores rurales posea menos de 100 hectáreas, según relevó la Superintendencia de Seguros de la Nación, desmintiendo así la supuesta hegemonía terrateniente, que suele denunciar el Gobierno, cada vez que critica a los ruralistas.

A esta altura, el conflicto del agro debería estar resuelto, y las autoridades deberían tener políticas activas para el crecimiento del campo, dejando de lado ideologías perimidas o irracionalidades personales que no conducen a ningún lado.