Desde hace tiempo se hacen sentir las duras críticas señaladas por el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) a la Argentina por la laxitud con que combate el lavado de dinero. En octubre último, en París, el GAFI formuló muy duros cuestionamientos a nuestro país, porque no respeta 47 de las 49 normas que dictó ese organismo internacional. Por eso es que el gobierno de Cristina Fernández decidió poner en marcha una batería de medidas para ejercer un mayor control sobre todo tipo de operaciones comerciales y financieras.

La compra de un departamento o de un automóvil, una transferencia bancaria, la firma de un contrato de seguro o incluso las apuestas en los bingos y casinos que superen determinado monto serán examinadas más rigurosamente por el Estado.

Las nuevas normas, publicadas en el Boletín Oficial, comenzarán a regir en abril. Con estas nuevas medidas, el país vuelve a ingresar en el vicio normativista de dictar una innumerable cantidad de regulaciones y controles formales sobre el sector privado con la sola pretensión de que esto pueda ser considerado por la comunidad internacional como una acción efectiva contra el crimen organizado. Será difícil que esas normas, dictadas de apuro para evitar reprimendas, vayan a modificar en algo la incapacidad del Estado argentino para combatir la criminalidad financiera transnacional. Es que no existe en la Argentina una estrategia política que identifique concretamente las verdaderas amenazas que padecemos los ciudadanos en materia de crimen complejo.

El escenario más favorable para el lavado de dinero es la economía informal o subterránea, no el sector privado que produce la riqueza legítima.

Corresponde a las instancias gubernamentales acotar y, en la medida de lo posible, terminar con todos aquellos mecanismos que hacen circular enormes masas de dinero a la vista de todos sin que nadie conozca los beneficiarios reales del negocio, como por ejemplo, el mercado negro de divisas, financieras con fachada de cooperativas, transacciones de acciones a través de sociedades sin regulación e inversiones inmobiliarias a través de empresas fantasmas.

Mientras no se establezca una estrategia nacional que relegitime la lucha contra el lavado de dinero en el sentido que los únicos perjudicados sean quienes viven del dinero que genera pobreza e inseguridad, todo quedará solamente en estériles propósitos, sin objetivos concretos y sin poder identificar concretamente quienes son los responsables de este accionar.