Nadie hubiera imaginado que iba a morir lejos de su tierra. Él, que se había aquerenciado tanto aquí. Que aquí construyó sus cuitas y sus castillos, sus broncas y sus atardeceres.

Un par de amigos decidió ir a buscar sus cenizas para depositarlas en su pago, como presumieron podría haber sido su voluntad. ¿En qué otro lugar habría decidido él dormir para siempre sus sueños simples y sus huesos?

Este invierno crudo decidieron volver con sus cenizas. Extraña aventura portar esa pequeña urna que tenía el peso de un poema, el aletear de una tonada, el aroma de un sueño. Demasiada ausencia, o demasiada vida contenida en la cajita. Por eso, en el regreso temblaban y lagrimeaban sin mirarse, mientras recordaban las crónicas simples del hombre, su historial de boliche y truco, donde se erigió en humilde ídolo barrial de esos recintos grises de vino noble y carcajadas. Recordaron cuando se ponía sentimental y entonaba casi llorisqueando "El zorzal y la calandria", esa tonada caballito de batalla que era parte medular de su vida, porque en noches de melancolía, cuando volvía a recordar su amor perdido, entonaba con voz nasal: "El zorzal y la calandra eran dos que se querían".

Al caer la tardecita se allegaron hasta un paraje donde alguna vez fueron felices. Uno abrió la urna y lloró como antes nunca había llorado.

Uno dijo que no le parecía bien aventar las cenizas. Que el aire era un territorio demasiado anchuroso y libertino para confiarle el último cuerpo de un hombre. Por eso decidieron enterrar el pequeño cofrecito bajo un algarrobo añoso totalmente seco.

Meses después, con la primavera al hombro, volvieron al lugar, entonces vieron a través de la llovizna que destilaban sus llantos que el algarrobo muerto estaba totalmente brotado. En la copa, un zorzal y una calandria se amaban con el lenguaje del canto.

(Surgido del imaginario del autor)