Según los diccionarios, café es la bebida que se obtiene a partir de las semillas tostadas y molidas de los frutos de la planta de café o cafeto.
Pero esa definición es sólo un ínfimo costado de las innumerables vivencias que la bebita ha podido construir entre la gente.
Mi padre había llegado con el semblante herido, como si la primavera le hubiera caído encima con un atavío de Zondas. Fue hasta la cocina y se sirvió un café. Al rato, el semblante se le fue modificando. El noble trago lo estaba ayudando a pasar el mal momento. Como que recuperaba la palabra y nos ponía a su costado.
Duros eran aquellos días de la dictadura militar. Buenos Aires comenzaba a despertar en la conciencia lastimada de la gente, que -casi con fiebre- se animaba, se auto obligaba y volcaba a las calles húmedas de la gran ciudad a expresar su deber de no permitir que se siguiera acorralando la libertad. Con Hugo tomábamos un café, sentados en una confitería de la Avenida de Mayo, luego de haber grabado un importante disco en el sello norteamericano Parnasso, el que al poco tiempo se iría del país a donde había venido a agasajar su música, agobiado por la sin razón de las listas negras y el clima envenenado que la ultrajaban. Una muchedumbre comenzó a desfilar, llenando varias cuadras de la histórica avenida rumbo a un Congreso denostado. Comenzaba un largo periplo de lágrimas y ausencias tratando de desbaratar la figura cobarde del desaparecido y exigiendo el fin de la dictadura.
En las casas pobres conocí un sucedáneo del café elaborado con una extraña infusión que se basaba en la cascarilla, que creo es un producto secundario del cacao, aroma raro que jamás olvidaré, porque mi madre solía servirlo en días de sublime humildad que siempre agradeceré haber vivido. O la malta, producto en base a cebada, también sucedáneo del café, que igualmente mi madre servía con la leche y que -debo confesar- en nada se parecía al café; pero era nuestro alimento, la digna bebida al alcance de aquel escaso presupuesto familiar.
Un viejo amigo de la adolescencia había caído en desgracia. Varios lo vimos bajar por la Peatonal las mañanas de invierno, como quien desciende a los despeñaderos del mundo; como en falsa escuadra, deslucido, desmoronado, final. La última vez que lo vi, tomaba un cafecito que alguien le arrimó en una confitería a la que ya no volverá.
En el campo, el vino servido en vasos grandes es la bebida habitual. En las ciudades, en las mesas taciturnas, que muchas veces son confesionarios de amor o melancolías, el café convoca al mundo a debatir alas y silencios, desde su centro paternal donde un parque de aromas anuncia palabras cordiales refugiadas en la hoguera de una tacita. El espíritu ronroneante que se erige en un café, empuja al cielo sus duendes.
"Espere, ya le traigo un cafecito”, dijo mi madre al hombre que temblaba en la puerta de casa pidiendo ayuda, luego de entregarle alguna ropa. "¿No podría ser un mate?”, dijo inocente el pobre hombre que quizá nunca probó un café.
(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.
