La Argentina atraviesa un período aciago de su vida institucional. El conflicto se ha tornado en estrategia de la política y las instituciones sufren el embate. El derecho retrocede el espacio que gana el "estado de excepción”.
En la precisa expresión de Giorgio Agamben, el estado de excepción es un espacio vacío de derecho, una zona de anomia en la cual todas las determinaciones jurídicas son desactivadas. El estado de excepción señala un umbral en el cual lógica y praxis se indeterminan y una pura violencia sin logos pretende actuar un enunciado sin ningún referente real. El logos, razón de sentido de la ley, es sustituido por la facticidad de la decisión pública como suprema pauta de validez. El derecho se ve inarticulado.
El estado de excepción impide "someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se lo use de un modo razonable”, conforme a la aguda pluma de J. Ratzinger. Se rompe así con el modelo de dominación racional normativa donde gobierna la ley -force de loi- mediante el resguardo del procedimiento democrático y la lógica de los precedentes judiciales.
De modo antinómico, la institucionalidad se arraiga en la lógica de la continuidad, afirmándose en la percepción social del valor intrínseco de los procesos perdurables.
La idea de institución revela la existencia de una apuesta que la sociedad hace por sí misma al adherir a modelos cuyo perfeccionamiento sólo podrá lograrse de un modo paulatino y gradual. El proceso institucional es, "per se”, antirevolucionario, descree de los toques a rebato, desconfía de los mesianismos subyacentes en los liderazgos carismáticos y se asienta sobre procesos de continuidad crítica y depuración.
Triste resulta admitir que la Argentina del 2010 confronta el modelo institucional, oponiéndole el estado de excepción.
La Argentina próspera de las instituciones sólidas es aun una quimera.
