El bioterrorismo es el acto criminal por el que se siembra el pánico, el horror y la muerte de personas, a través del uso ilegal de armas químicas o biológicas. El filósofo alemán hoy más leído en Europa, Peter Sloterdijk, de la Universidad de Karlruhe, dice que el 22 de abril de 1915 comenzó un nuevo tiempo en la historia: los alemanes derramaron sobre las trincheras francesas ayudados por vientos favorables, 5.700 botellas de gas mostaza. Tras formarse una trinchera de 6 km de ancho que el viento hacía avanzar, los soldados no podían respirar aire puro sino intoxicado. Miles de muertos fue el saldo. Comenzó así la siembra del terror desde el dominio del aire. Después de los ataques con gas tóxico, el aire perdió su inocencia. Como los aviones de las guerras mundiales o los del 11 de septiembre de 2001, el espacio aéreo también perdió hace un siglo su inocencia.


Hubo también en 2001 en EEUU, once personas que fueron infectadas de "ántrax'', normalmente carteros o quienes recibían la correspondencia. De pronto, al abrir las cartas, sus cuerpos asumieron el ántrax, bacteria mortal si no se le detiene y trata a tiempo. Gracias a Dios ninguna de ellas murió por esto. 


El bioterrorismo no es sino el intento de suplir la racionalidad esencial por su negación radical, es decir por un intento de construir lo humano desde lo irracional. ¿Absurdo? Ciertamente. Entre los flagelos de nuestro tiempo, el terrorismo es quizá la apuesta mayor por el absurdo irracional.


Contando con estrategias subversivas, dirigidas a la destrucción de personas y de cosas, asestando golpes no ya en objetivos militares sino en los lugares donde transcurre la vida cotidiana, el terrorismo se ha transformado en una red oscura de complicidades políticas, con sofisticados medios técnicos y avales financieros. Se mata a sangre fría. Esa es la primera condición para que la ira se propague a escala universal: a sangre fría. 


El terrorista de hoy tiene al servicio de su irracionalidad instrumentos inconmensurablemente más eficaces que el fuego utilizado por Nerón para destruir Roma y por ello su presencia destruye la esperanza y perturba a los prudentes.


Sólo se puede vencer al terrorismo recuperando el orden; no cualquier orden, sino el que impone las "cosas en su lugar'', ese mismo orden que sustenta la paz y la belleza como enseñó San Agustín luego de contemplar desde su fe cristiana el dolor que soportaron en su tiempo frente a la irracionalidad de la corrupción de la cultura antigua y de la barbarie de los inciviles. El mismo Agustín escribió 4 Sermones explicando la calamidad que significó en el 410 el saqueo de la Eterna Roma a manos de los visigodos de Alarico. La providencia divina habría de ser la clave de lectura para no caer en el desánimo completo, en la pluma del obispo de Hipona.


Y para aquella minúscula porción de personas que aún creen en la "guerra santa", digámoslo claramente: "guerra santa" es una contradicción en los términos. Ninguna guerra es buena. No trae frutos de justicia.


Para construir una nueva cultura donde la paz sea cimiento de las relaciones entre hombres no basta el discurso de mera denuncia y el uso de la fuerza represora. Es necesario actuar suprimiendo sus causas profundas, donde radica el verdadero desorden, base y origen de las diversas manifestaciones de violencia cuyo amplio espectro abarca desde el miedo a usar de la propia libertad hasta el odio a la libertad del otro que impulsa a la comisión de hechos donde la destrucción y la muerte producen generalizado pánico. En otras palabras, luchar contra el terrorismo debilitando sus causas. Este es el camino obligado. Cualquier proyecto que mantenga separados dos derechos indivisibles e interdependientes como el de la paz y el de un desarrollo integral y solidario está condenado al fracaso.

Por el Pbro. Dr. José Juan García
Vicerrector de la Universidad Católica de Cuyo.