La universidad, de gestión estatal o privada, es el lugar donde la persona aprende a pensar y decidir libremente. No es un espacio de adoctrinamiento religioso ni ideológico. Por eso, lejos de ser un ámbito donde el estudiante se convierte en depósito de conocimientos, es el lugar donde se forma a la persona integralmente. Así entenderemos que su función trasciende la formación profesional y adquiere una dimensión de servicio a la sociedad. En ese sentido, las Universidades Católicas tienen un valor agregado. Y ello no va en desmedro de las universidades de gestión estatal, por el contrario. La Universidad Católica, es primero y, ante todo, una Universidad. Pero nacida en el corazón de la Iglesia, su identidad depende de la realización conjunta de sus dos dimensiones: en cuanto Universidad y en cuanto católica. No alcanza su plena configuración sino cuando logra dar testimonio como miembro de la comunidad del saber, promoviendo al mismo tiempo el desarrollo de una cultura enraizada en los valores evangélicos. Y esto, lejos de vivirse como una especie de capitis diminutio (institución del derecho romano en virtud de la cual una persona sufría una disminución de su estado o capacidad), debe asumirse y vivir con plena conciencia de misión. Y como universidad, su manera de servir a la sociedad es "consagrarse sin reservas a la causa de la verdad" (Juan Pablo II, Ex Corde Ecclesiae, 4) 


Servicio a la verdad

Hablar del servicio a la verdad que presta toda Universidad Católica, implica un abordaje ético de su misión/visión, indispensable en contextos de escepticismo sobre el valor de sentido de aquella. Como institución académica despliega su proyecto en tiempos donde priman miradas ideologizadas, que siendo parciales atomizan la verdad en pluralidad de conocimientos incompletos, y que absolutizadas, lejos de liberar al hombre lo esclavizan aún más. Pero esta cultura de la crisis donde campean la conflictividad, los antagónicos y el relativismo, resultan el mejor escenario para una renovada diaconía al servicio de esa sed irreprimible, que devela al hombre desde siempre. Es que nacida en el corazón de la Iglesia, La Universidad Católica no se reconoce a sí misma como profeta de desventuras, sino por el contrario, se siente lanzada a generar nuevas estrategias en su diálogo con la cultura. En ese sentido, su creación representa una de las expresiones más significativas de la solicitud pastoral de La Iglesia y un lugar privilegiado para este ethos de la verdad.


Por caminos de encuentro 

Este servicio a la que está llamada debe transitarlo por caminos de encuentro y diálogo. En primer lugar, por su origen, ya que ante todo es una valiosa experiencia eclesial de escucha y acogida del otro. Por ello, los espacios de formación humanista deben promover, ante todo, el encuentro con Dios (conversión). Y desde allí, tender puentes en busca de quien aún en el disenso o apatía frente a la verdad, sigue siendo el samaritano a quien acompañar (comunión). Pero también por exigencias de su misión, en tanto asume el compromiso de garantizar una presencia activa en la cultura, formando profesionales que respondan a un estilo de liderazgo centrado en el servicio al prójimo y al bien común (solidaridad). De esta manera, la lógica que Juan Pablo II plantea en Ecclesia in América (conversión-comunión-solidaridad) se encarna en la misión de la Universidad como camino a recorrer en su servicio a la verdad. Para ello, debe asumir que, si bien su misión comienza en el aula, está llamada a trascender el espacio académico y tener una presencia activa en la sociedad. Su servicio a la verdad, le exige salir de sí misma. Cómo bien expresara el papa Francisco en la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro (2013): "Las parroquias, las instituciones, son para salir, si no salen se convierten en una ong". Ese es su gran desafío.

Por Miryan Andujar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo