Europa se despertaba de la 1º Guerra Mundial (1914-1918) como de una pesadilla. ¿Para qué tanto heroísmo si nunca triunfa la paz? Una oleada de pacifismo invadió los ánimos afligidos por el infernal ciclo de violencias y ruinas. Era preciso que aquella guerra atroz fuese la última y que diera paso a la paz tan ansiada durante las sombrías horas de combate. Pero la Historia cuyo curso pretendían tan ambiciosamente dominar, pronto aceleró el ritmo de su marcha y rompió uno tras otro los diques que debían contenerla.

La debilidad de la Sociedad de las Naciones, la inquietante ascensión al poder de dictaduras totalitarias eran otros tantos fracasos para los políticos de las democracias occidentales que desesperadamente se aferraban a la letra de tratados y convenios. Sin embargo otra vez se vuelve a incendiar el mundo: en China, Etiopía, más cerca aun en España, donde se enfrentan los enemigos del mañana. ¿Se puede seguir hablando de paz en Europa que ve surgir amenazante los fantasmas del terror? "Es la paz para toda la vida” proclamaba el 30 de setiembre de 1938 Neville Chamberlain, primer ministro de Gran Bretaña ante los entusiasmados londinenses.

En París multitudes delirantes aclamaban a los salvadores de la paz que acababan de firmar -se decía- un acuerdo "infrangible”. En realidad Europa estaba viviendo sus últimos momentos de tranquilidad. Once meses después, el 1¦ de setiembre de 1939, Alemania, sin previo aviso desencadenaría una tempestad sobre Europa y el mundo: Adolfo Hitler acababa de provocar la Segunda Guerra Mundial. Su primera víctima fue Polonia, un campo ideal, en tierra para los tanques blindados "Panzer” y los "Stukas” en el aire. En nada se parecía a la guerra "de trincheras” de 1914, una guerra estática. Apareció la "Blitzkrieg” (Guerra relámpago).

Cuando el 2 de setiembre las democracias occidentales decidieron entrar en la guerra afrontaron el hecho con confianza en sus ejércitos, convencidos en su unidad, y que Francia poseía generales más hábiles y las defensas más inexpugnables. Lo que sigue todos lo sabemos. Divididos entre su simpatía por la causa británica, los Estados Unidos decidieron ayudar al Reino Unido. Roosevelt, compenetrado con sus responsabilidades para con Norteamérica, contemporizaba. Alemania por su parte, ocupaba territorios, mientras Japón hacía su propio juego dentro del más absoluto secreto. La espera, la angustia , la esperanza y el rugir de los cañones reinaban en todas partes.

Hasta que el 7 de diciembre de 1941 estalló el trueno de Pearl Harbor. El gigante dormido se levantó y Norteamérica pondrá todas sus fuerzas y su colosal poderío industrial en la balanza. La hecatombe fue total. 56 países intervinieron de una u otra forma, pagando el precio de 55 millones de muertos. Ese fue el precio de setenta meses de una lucha implacable en la que se jugó el destino de la humanidad, desde la invasión a Polonia hasta la capitulación japonesa en 1945.

La épica heroica de la Segunda Guerra Mundial fue amarguísima, su recuerdo es polémico, es difícil desde sus orígenes, pero a lo que a mi juicio es indiscutible fue el hecho de que éstos deben buscarse en los acuerdos y tratados de Versailles, aunque no fue lo único. Sí hay que considerar que esta guerra puso fin a las furiosas imprecaciones del hombre que prometió a su pueblo que reinaría sobre el mundo mil años.

El reloj del progreso no se ha detenido nunca, tampoco el de la guerra. El sufrimiento es, sin duda, la palabra clave, la expresión más cruelmente familiar que acudía en mi memoria al escribir esta nota. Alguien dijo:" Los años no son largos, los meses no son largos, ni los días ni las noches….¡La guerra es larga! Ojalá sirva para alentar a los hombres, que nunca se olviden lo que escribió Esquilo: "La desmesura al madurar grana en la espiga del error, y la cosecha que se recoge, solo consiste en lágrimas”.

(*) Escritor.