En algún momento no del todo localizado de la vida, una pared era normalmente algo así como un bloque de piedra, cemento, adobes, ladrillos y tierra compactada -si retrocediéramos en el tiempo- perfectamente perpendicular al suelo y, aunque parezca mentira, nadie le hubiera exigido algo más. Era suficiente, en fin, con que se afiliare a la gran dignidad del silencio o al venerable rigor del "no te metas”. Su superficie estaba asegurada. Pero no, la fórmula de la mudez eterna no figuraba en el secreto de las grandes catedrales ni en la conciencia adormecida de la vieja humanidad.
De pronto, las paredes tuvieron la exacta noción de su estatismo, de su convencional existencia vertical, de su "yo” desprovisto de toda literatura inédita, de su negado derecho al partidismo y preferencia; rompieron su defensiva neutralidad y se afiliaron a una ofensiva filosofía espontánea, ululante y sabia. La herencia o contagio de los muros "parlantes” fue casi por "decreto de necesidad y urgencia”, sideralmente generalizada. ¿Qué pretextos humanos diferencian la literatura expuesta dentro de la pirámides de Egipto de la volcada en los anestesiados muros de una ciudad actual?
Borges tal vez intuya que, en verdad, no existe diferencia filosófica. Todo estriba en saber que las paredes son tradicionalmente pasivas; que en ellas no sólo escribe el que puede sino también el que quiere; que una pared no tiene prejuicios sociales, intelectuales, o de los otros; y que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, pero éste se transformó en filósofo y rehizo a Dios a imagen y semejanza suya.
"¡Biba Yo!”… el hombre sigue aullando a cualquiera de los incautos muros con que se enfrenta, y "¿Quién podrá negar que ese mismo elemental deseo de supervivencia (con "b” y no con "v”) ya estaba implícito en el inicial rugido humano concretado sobre la primera "pared testimonio” de la humanidad? El muro que no ostenta los consabidos: "¡Muera!”, "¡Viva!” , "¡Arriba!” , "¡Abajo!”, "Rosita te amo”, "Vote por….” no es una pared. Es un engendro monolítico sin conciencia social ni bandera, sin un alma jugueteando en su superficie, sin cédula de identidad ni carta de ciudadanía, sin fe ni esperanza… en pocas palabras carente de personalidad.
Es casi un designio que las paredes sean la gran pantalla panorámica de la existencia, la más genuina detracción del orden o del desorden, el campo de proyección más amplio de todas las pasiones: políticas, deportivas, afectivas; el lugar gratificante, inmenso, inaccesible donde ejercer gratuitamente el sagrado derecho al pataleo…y de paso, si es de noche, a algo mas…
(*) Escritor.
