La comunidad internacional sigue de cerca los graves acontecimientos políticos y sociales en Egipto, con un estallido de violencia sin precedentes, tras el derrocamiento del presidente Mohamed Mursi, el 3 de julio último, acusado de intentar instalar la islamización del país. El golpe militar fue apoyado por sectores liberales y seculares, ante medidas que suponían abuso de poder, pero generó un baño de sangre por la resistencia de los seguidores de Mursi enrolados en la organización Hermanos Musulmanes.

El llamado "’Día de ira”, el viernes último, de la movilización masiva de los partidarios de Mursi, habría sumado otras 100 víctimas fatales a los 587 muertos y más de 3.000 heridos registrados la semana pasada, luego de que las fuerzas de seguridad fueran autorizadas a disparar contra los rebeldes, en poder de barrios enteros en las principales ciudades transformadas en campos de batalla.

Frente a este cuadro la comunidad internacional -incluyendo Argentina- ha exhortado al gobierno de transición a frenar la escalada de violencia que pone en riesgo la débil estabilidad de Medio Oriente, donde Egipto es una pieza clave como aliado histórico de Occidente al reconocer al Estado de Israel y sostenedor de la paz en el mundo árabe. La radicalización política en el golpe egipcio ya repercute con un aumento de la violencia de grupos islamistas que operan en la Península del Sinaí, en la caliente frontera con Israel y la Franja de Gaza, a los que se les sumarían nuevos activistas radicalizados y una escalada del terrorismo internacional.

La profunda polarización reinante en Egipto marca una tendencia regional a partir de los movimientos de democratización surgidos en la Primavera Árabe, sin un modelo político y económico que reemplace los gobiernos autoritarios que dominaron durante décadas, sofocando al disenso y los intentos de participación con medidas represivas y manipulando elecciones con injerencia dogmática en la vida pública, hasta considerar súbdito al ciudadano.

El derrocamiento de los dictadores exacerbó las profundas divisiones sociales, entre secularistas e islamistas y entre diferentes sectas religiosas, sin que los nuevos gobernantes dieran respuesta a las demandas de millones de ciudadanos que reclamaban cambios profundos. Sin un entendimiento cabal sobre el funcionamiento del Estado de derecho, las disputas internas relegaron a los verdaderos objetivos de la democracia anhelada.