Sarmiento, puede afirmarse, tuvo la pasión de la escuela. Él dijo cierta vez que estaba libre de alguna veneración sobre su persona porque la educación abarcaba la dimensión cabal de su espíritu. Fue por sobre todo, maestro. Su actividad total, la de periodista, la de legislador, la de escritor, la de gobernante que pone en rumbo su obra. Como maestro de escuela enseña a sus pobres alumnos ignorantes; más como hombre público enseña ejemplarmente a sus conciudadanos y enseña a los maestros a enseñar.

"Educar al soberano'' es su mandato de política educativa democrática porque "un pueblo soberano equivale a un pueblo educado, y un pueblo educado no es en definitiva otra cosa que un pueblo responsable de ese destino que a cada instante está juzgando en el ejercicio de su soberanía''.

La totalidad de su amor por el magisterio surge así explícita en su palabra y en su acción. Para Sarmiento la escuela es todo el país, pero no impone el normalismo, porque no cree tampoco que la solución está en un basamento meramente escolar. "El buen salario, el bien vestir y la comida abundante educan al adulto como la escuela al niño'', profetiza. Es su pedagogía. Una pedagogía integral que no ve sólo en la escuela el medio para ejercitar. Sueña con un maestro liberador y con ciudadanos que no sientan veneración dirigida.

"Enseñar al niño a pensar por sí mismo desde la escuela es premisa cabal para la formación del ciudadano responsable en una democracia orgánica (...) Hay que asegurar el derecho de opinar aunque fuere de uno, que lo hiciese en contra de los demás'', postulaba en garantía a la libertad de conciencia, agregando en réplica a los que reclamaban la obligatoriedad de la enseñanza de una sola religión en las escuelas.

El sentido libertador del magisterio es ese: misión apostólica de liberador de conciencias. A dicho apostolado ciñó Sarmiento su poderosa capacidad de hacer. De ahí el valor inmenso de su obra, que cada día aparece más encumbrada en su genialidad. Y fue Maestro sin título porque distintas circunstancias le impidieron seguir estudios superiores. Nació con una mente superior y con la lectura de obras de clásicos logró obtener esa cultura de autodidacta tan sólida que lo ayudó a destacarse siempre. Ahora que somos esclavos de la imagen, tenemos que ver en él un talismán que nos vuelva al libro, a enriquecer nuestro vocabulario y acrecentarlo. La riqueza de nuestras mentes se logra en la lectura de obras, en revalorar sus conceptos y en ejercitar el pensamiento lógico. Sólo así en este bicentenario lo honraremos en la dimensión que él más amó: el amor por los libros y ver en la biblioteca el tesoro más preciado de nuestra vida.