"El patio emite una sonrisa de agradecimiento porque las salpicaduras lo alivian con algún frescor...".

Atardecer. Ya ha retirado el calor su castigo sobre la piel y nuestro suelo. Como mancha de fango, las sombras se deslizan y van tomando posición sobre el patiecito del frente de la humilde casa de barrio. La señora enarbola su lanza casera: una caña con un tarro de duraznos atado en un extremo; lo introduce en la acequia que canturrea repleta de agua viajera y lanza la frescura que de ella extrae sobre la tierra aún ardiente. El patio emite una sonrisa de agradecimiento porque las salpicaduras lo alivian con algún frescor. Otros vecinos cumplen con el mismo ritual. Épocas de acequias que nos visitaban todos los días hasta el tope de agua y que fueron en algún tiempo sustituto de aquellas escasas y prohibitivas heladeras de madera, a barras de hielo, cuando acostábamos sobre el manantial que corría frente a las casas las botellas de Bidú, Yunora, limonada, vino blanco y el saludable y robusto sifón verde de La Herculina; no es lo mismo inclinar una botella de soda sobre el vaso que presionar la lengüeta de un sifón y que un generoso chorro lo inunde. ¿En muchas cosas todo tiempo pasado fue mejor? Uno puede pensar que sí, sobre todo si de cosas entrañables hablamos.


Los restos de la tarde en retirada se miran en espejuelos de pequeños charquitos que han quedado por un rato en los patios humedecidos. Salta un grillo que comienza a buscar rincones donde guarecer su noche sacudida por los sonajeros que brotan desde su almita de trovador nocturno. El hormiguero incipiente de ínfimos bichitos negros anuncia uno de los embates del verano cercano. El otrora tarro de duraznos entra y sale de su pequeño río hogareño y ahora lanza el agua sobre los ardientes tapiales, desde los cuales una respuesta de vapor se pone el traje del agradecimiento. 


Simple era la vida que vivimos y que en gran medida perdura en los barrios humildes de los arrabales de San Juan. Pasan dos chicos portando un pequeño carrito repleto de verduras que venden a domicilio. Dicen que vienen caminando desde la Esquina Colorada y que ese digno ritual de más de quince kilómetros lo cumplen todos los días. Así se construyen los países, de ese modo tan sencillo como honroso. ¡Ay, Argentina, cómo nos confundes con tus dolorosos malos ejemplos! "Me tenés podrido, Argentina", gemía en el título de un libro -a mi criterio ejemplar- que escribiera hace muchos años el periodista Alfredo Grassi y que hasta ahora justifica esa profunda tristeza del "dolor de ya no ser", que aún nos grita a la conciencia la enorme sentencia que inmortalizara Carlos Gardel en su tango "Cuesta abajo" (¿premonición?) a partir del poema de Alfredo Le Pera. 


Si en muchas cosas todo tiempo pasado fue mejor, de nosotros depende la construcción de un país que nos enorgullezca.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.