Nuestra casa tiene paredes de vidrio. Con esta sugestiva frase López Miró (La Ética del Abogado, Abeledo Perrot, 1995) describe su particular punto de vista. La vida del abogado está socialmente expuesta y los límites entre lo público y privado son transparentes. Como en un Gran Hermano, los abogados seríamos protagonistas y la sociedad el espectador que demanda más ética. Hay razones que pretenden respaldar esta afirmación que no serían tan razonables. Una de ellas es la errónea asimilación que se hace entre el abogado y el cliente que representa. Si el cliente es un asesino, el abogado que lo defiende, automáticamente, sería alguien inescrupuloso. Afirmación insostenible que responde al desconocimiento sobre el proceso penal y sus principios. 

La abogacía tiene una finalidad que trasciende intereses particulares y la configura como un verdadero servicio a la justicia.

Existen sin embargo otros argumentos más sólidos que pongo en debate. Uno de ellos relacionado con el sentido último de la profesión del abogado. La abogacía tiene una finalidad que trasciende los intereses particulares y la configura como un verdadero servicio a la justicia. En ese sentido, se entiende que la ciudadanía requiera virtudes que superan lo estrictamente profesional. Podríamos preguntarnos siguiendo a López Miró: "¿quién confiaría su patrimonio a un abogado reconocido como un deudor empedernido? o ¿quién confiaría la defensa de una hermana víctima de violencia de género a un abogado con antecedentes en violencia intrafamiliar?". Podemos citar otros ejemplos, pero bastan estos casos para entender el punto. Nuestra casa tiene paredes de vidrio.


Como toda profesión, la abogacía reconoce su origen etimológico en profesar (professio) que implica abrazar un ideal. En el caso del abogado, luchar por la justicia a través del derecho. Se entiende así que la profesión está emparentada con la vocación, más próxima al llamamiento que a intereses personales. En ese sentido la ciudadanía percibe la importancia de la vocación y de las cualidades morales junto a la formación académica del abogado. Es eso lo que reclama. No es suficiente formar memoriosos del Derecho. Tampoco capacitarlos exclusivamente en las técnicas necesarias para aplicar contenidos a casos concretos. Ello podrá asegurar el éxito en un pleito, pero no necesariamente el empleo de medios acordes a principios morales elementales.


Surge así una pregunta obligada: ¿qué rol juegan las universidades en este punto? Interrogante que nos lleva al perfil de abogado y su materialización en los distintos planes de estudios. En general, las universidades priorizan la formación académica, teórica y práctica, lo cual en sí mismo constituye una fortaleza inobjetable. Pero junto a ella, y a mi entender como debilidad, se advierte la ausencia o reducción a la mínima expresión, de una formación humanista integral que aporta la filosofía y la ética.


Nuestra Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Católica de Cuyo fue pionera en el interior del país en incluir Ética Jurídica como espacio curricular en su plan de estudios (1997). Los docentes, impulsados por los objetivos de la cátedra, tratamos de iniciar y cerrar las clases con ejercicios prácticos. Recuerdo uno de esos ejercicios: los alumnos debían publicitar su servicio profesional con formato y contenido a elección. Fue un debate intenso, pero algo quedó claro aquella tarde: la abogacía no es un negocio ni el abogado un vendedor que puede utilizar cualquier medio para promocionar sus servicios. Después cada cual elegirá cómo ejercer su profesión y el Foro de Abogados tendrá algo que decir o no al respecto. Pero no hay elección posible si no conocemos las opciones y la oferta o ausencia de bien en ellas. Y eso es la razón de ser de las aulas universitarias. 

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo