Desde el momento mismo en que apareció en la Logia central de la Basílica de San Pedro comenzó a evangelizar en este nuevo servicio dejando los signos del poder para enseñar con el poder de los signos.

En forma providencial, el Santo Padre ha celebrado el comienzo de su pontificado en la solemnidad de san José, patrono universal de la Iglesia, dando pie para que en su homilía ponga de relieve la misión a él confiada: la de custodiar, y la de servir con un poder conferido no para someter sino para promover a Dios en el hombre y al hombre para con Dios, junto a los demás. Custodiar con ternura y servir de forma preferencial a los más débiles, es el binomio de su predicación. Con estas palabras, nuevamente nos ha transmitido el perfume de Belén, llevándonos imaginariamente al pesebre donde José, el custodio del Redentor, en la noche de la primera navidad fue testigo ocular privilegiado de este nacimiento, acaecido en condiciones humanamente humillantes, primer anuncio de aquel "anonadamiento” al que Cristo libremente consintió para salvar a los hombres. José fue testigo de la adoración de los humildes y pobres pastores, marginados de la sociedad de la época, y despreciados al punto tal que ni siquiera eran admitidos como testigos en un juicio. También fue testigo de la adoración de aquellos Magos venidos de Oriente, que no se encerraron en la sola ciencia sino que se abrieron a un misterio que no se podía abarcar sólo con la razón. La invitación central es la de custodiar el proyecto de Dios, antes que los personales; a la creación, huella de Dios en el mundo; a cada uno de nosotros, sepultando el odio, la envidia y la soberbia que contaminan la vida. Son tres defectos que desfiguran la imagen de Dios en el hombre. ¡Cuánta razón tiene el escritor y dramaturgo francés Víctor Hugo al afirmar que "cuanto más pequeño es el corazón, más odio alberga”!, o el escritor contemporáneo alemán Franz Heumer: "El amor tiene un poderoso hermano: el odio; procura no ofender al primero, porque el otro puede matarte”. No se quedó atrás el escritor español del siglo de Oro, Francisco de Quevedo. "La soberbia nunca baja de donde sube, pero siempre cae de donde subió”. El modo de vencer estos vicios es la humildad que busca no sobresalir, alegrarse por el bien de los otros, siendo agentes pacificadores.

"No tengamos miedo ni a la ternura ni a la bondad”: ese fue el ruego lanzado por el Papa. No es fácil hablar hoy de la ternura. Se corren al menos dos peligros. El primero es el de que nos interpreten mal los que confunden el "sentimiento de la ternura” con el sentimentalismo; la "ternura” con la "debilidad” o "amabilidad interesada para obtener algún rédito”. Los diccionarios, por fortuna, definen la ternura como un sentimiento de "’cariño y delicadeza”, de "atención amorosa”. La ternura es fuerza, señal de madurez y vigor interior, y brota tan sólo de un corazón libre, capaz de ofrecer y de recibir amor. En el contexto en que vive la Iglesia hoy, se hace indispensable que ella se presente al mundo como el sacramento de la ternura de Dios, de un Dios de bondad y de gracia, y no de castigo y de miedo. De lo contrario, la comunidad de los cristianos corre el riesgo de transformarse en una realidad enrocada en sí misma, rígida, ligada sólo a las instituciones y privada del espíritu de profecía, incapaz de anunciar de forma creíble la novedad salvífica de la pascua. La afirmación de Fedor Dostoyevski: "La belleza salvará al mundo” puede muy bien parafrasearse con la fórmula: "La ternura salvará al mundo”, una fórmula a la que hacen eco las palabras de Khalil Gibran: "La belleza es la vida cuando la vida revela su perfil bendito”. ¿Será capaz el tercer milenio de orientarse en esta dirección? Es éste el enorme reto ético que nos aguarda como creyentes y como ciudadanos, como Iglesia y como "aldea global”. Una ética que se plasme como estética, orientándonos a redescubrir el asombro del ser y alabar incesantemente a Aquel que se nos da incesantemente a nosotros mismos, ofreciéndonos el mundo como morada que "cultivar” y "conservar” (Gn 2,15), y no como lugar que abandonar o destruir. Es que la crisis ecológica actual muestra la urgencia de una solidaridad que se proyecte en el espacio y en el tiempo. Es conocido el reproche que Heinrich Böll, premio Nobel de literatura 1972, hace a los católicos: "Lo que le ha faltado hasta ahora a los mensajeros del cristianismo de todo origen es la ternura”. El Dios de Jesucristo nos pide a todos que nos hagamos, unos "con” otros y "para” otros, no más "contra” otros, evangelizadores de la ternura. En su trabajo pastoral en Buenos Aires, se ha podido comprobar que esa bondad de Francisco no fue una proclama más, sino una sincera y esencial opción de su apostolado. Resultan esclarecedoras sus palabras en la intervención el 4 de octubre de 2001 con motivo del Sínodo de Obispos dedicado al ministerio episcopal, diferenciando entre vigilar y velar: "Vigilar significa estar alerta ante el peligro inminente; velar en cambio, implica sostener con paciencia los procesos a través de los cuales el Señor lleva adelante la salvación de su pueblo. Para vigilar es suficiente estar despiertos, astutos, rápidos. Para velar se necesita algo más: considerar la ternura y la mansedumbre, la paciencia y la constancia de la caridad comprobada”. Para vigilar hay que estar "armados”; para velar hay que tener el corazón "pacificado”. El segundo punto de su homilía se concentra en el término "poder”. No tiene nada que ver con la fuerza ni con sus instrumentos. El "poder” de la Iglesia implica no absolutizar las estrategias temporales para cimentarse cada día en la piedra angular: Jesucristo. Más que pretender poder en la Iglesia deberíamos buscar poseer autoridad, con lo que este término significa: "dar vida y aumentar la vida en los demás”. San Francisco de Asís predicaba "desarmado”, para acercarse a todos, de modo preferencial a los pobres y marginados de la tierra. Por eso podía alabar a Dios sin complejos, diciendo: "Tú eres la belleza”, y evangelizar invitando a "amar al Amor”. Todo un programa, pero también un profético compromiso para todo el Pueblo de Dios.