En aquel tiempo: Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los caduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?” Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas” (Mt 22,33-40).

La cuestión que se le presenta hoy a Jesús parece inocua en apariencia, pues era habitual hacer este tipo de cuestionamientos a los rabinos y entre los doctores de la Ley. En Israel había 613 preceptos que, según las enseñanzas rigoristas de los maestros fariseos, todos debían respetar. La observancia de los mismos era particularmente importante porque, según lo que ellos sostenían, el Mesías vendría sólo cuando el pueblo llegara a ser fiel en todo lo referido a la Ley. Lo que no hacían ellos era distinguir entre la Ley de Dios y las leyes o reglamentos que los maestros habían coleccionado con el correr del tiempo, y que no eran más que interpretaciones de los mandamientos. La "casuística” que se había desarrollado y sobre la que debatían los doctores de la Ley, era demasiado compleja. Las personas sencillas, sin tantos conocimientos religiosos, transgredían las leyes porque no las conocían o porque estaban impedidos debido a las tareas que realizaban: por ejemplo, los recolectores de residuos, o quienes se dedicaban a la producción avícola, entre otros. Quien no observaba la ley no podía presumir de agradar a Dios: es decir, ser "justificado” (ser santo) a sus ojos. Los profetas habían insistido en la necesidad de purificar el corazón en vez de inmolar sacrificios. Jeremías vaticinó una nueva alianza que el Señor firmaría con su Pueblo, no con leyes escritas en tablas de piedra, sino en el corazón. Con estas premisas quizá se comprende mejor el peso de la pregunta presentada a Jesús hoy. El Maestro repite el Credo de Israel: "Recuerda Israel: amarás al Señor tu Dios con todo el corazón” (Dt 6,4-13). El amor plasma el corazón y establece entre las personas una comunión que las hace similares. El amor conduce a la unidad, hasta llegar a tener un mismo querer. Siempre es compasivo. Quien tiene amor, tiene compasión. Deja todo y se dedica a quien sufre la aflicción.

Hay un hecho maravilloso que ilustra el poder del amor. Fue en 2006, en Texas, Estados Unidos. Los pronósticos médicos confirmaban que la niña recién nacida pronto moriría; día a día su vida parecía apagarse. En la sala donde se encontraba, terapia intensiva del hospital Saint Mary, en Tennessee, prohibían la entrada a niños menores de edad. Sin embargo, todos los días su hermanito Michael, de tres años, les rogaba a sus padres que lo llevaran a ver su hermanita. Por nueve meses él le había hablado y cantado en el vientre de la madre, y había esperado su nacimiento con inquietud; ahora quería conocerla y cantarle. Sus padres querían evitarle el dolor de verla, para luego perderla; pero el niño insistía. Al quinto día la madre, llena de determinación y convicción, llevó a su hijo a conocer su hermana. Convenciendo a la enfermera de guardia, pasó Michael a verla, consciente de que podría ser la única vez que la vería. Al pasar y ver al bebé, llena de tubos y máquinas, perdiendo la batalla de la vida, el niño le dijo a su mamá: -Quiero cantarle la canción que siempre le canto: "You are my sunshine” (Tú eres mi sol). La jefa de enfermeras, de repente vio al niño y fue hacia ellos, molesta. La entrada de menores a terapia intensiva está prohibida, dijo. No se irá hasta no cantarle a su hermanita, dijo la mamá de Michael enfáticamente, y levantó a Michael hacia el bebé. Cántale hijo, dijo. Eres mi luz del sol, mi única luz, tú me haces feliz cuando el cielo está gris. Instantáneamente, el bebé parecía responder a la voz de Michael y su pulso empezó a normalizarse. ¡Sigue cantando, Michael!, le rogaba su mamá, llorando. Michael seguía: Tú no sabrás nunca, querida, cuánto te amo, por favor, no te lleves mi luz del sol. El bebé comenzó a moverse y su respiración se hizo suave y uniforme. Michael seguía: La otra noche, querida, cuando dormía, soñé que te abrazaba en mis brazos. El bebé se seguía relajando y dormía a la voz de su hermano. Sigue cantando: ahora era la enfermera jefa la que se lo pedía a Michael, con lágrimas en sus ojos. Tú eres mi luz del sol, mi única luz del sol; por favor no te lleves mi sol. Al día siguiente, el bebé estaba en perfectas condiciones para regresar a casa.