Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: "Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: "Déjale el sitio", y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: "Amigo, acércate más", y así quedarás bien delante de todos los invitados. Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado" (Lc 14, 1.7-14).

Jesús entra en casa de un fariseo para almorzar. Dios no rechaza a nadie y dialoga con todos. Comió con fariseos, que eran los jefes religiosos y políticos del pueblo, y con los publicanos, que eran adinerados. Él sabe perfectamente que se puede resucitar de cualquier situación por más oscura que parezca. Sus gestos y lenguaje son siempre los de la inclusión. De ahí que no tema sentarse junto a quienes son rechazados por la sociedad de aquella época. En esa comida sucede una escena de vanidad y exhibición: todos buscan los primeros puestos. No hay que asombrarse, ya que hoy sucede exactamente lo mismo que en esa época: con cuántos arribistas nos encontramos; personajes que luchan por obtener los primeros puestos a toda costa, aparecer en la foto, o subirse al palco. Cuántas guerras y litigios a causa del orgullo. En palabras se puede decir de ser humilde, pero probemos a pisar el pie de alguien o a herir la soberbia de alguno, y veremos con cuántas sorpresas nos encontraremos. Decía el escritor del siglo de Oro de la literatura española, Francisco de Quevedo (1580-1645), que "la soberbia nunca baja de donde sube, pero siempre cae de donde subió". 

Tal vez sea por esto por lo que causa tanto estruendo el derrumbe del petulante. San Juan XXIII repetía una y otra vez: "Si no ponemos el "yo" bajo nuestros pies, nunca seremos seres libres". El Divino Maestro pone en tela de juicio las actitudes soberbias, para nuestro bien. Se interroga respecto a, para qué sirve el primer puesto aquí abajo. Cuántos que se pensaban poderosos han terminado en la nada, el vacío y el olvido. Grandes imperios, como el romano, el alemán, el austrohúngaro, el ruso, el otomano u otros, terminaron cayéndose. Reyes y reinas o personajes de gran fama en una época, ahora no le interesan a nadie. A quién le importa hoy las grandes dinastías de los Hohenzollern, los Habsburgo y los Romanov de Rusia. Emperadores que se consideraban y obligaban a ser tratados como dioses, pasaron a ser personajes que ninguno recuerda hoy. ¿Qué es lo importante? La respuesta de Jesús es clara y neta: la primacía la tiene el primer puesto ante Dios, que es el último entre los hombres. En efecto, el más grande delante de Dios es quien se hace pequeño. Dice el evangelio de hoy: "Cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: "Amigo, acércate más", y así quedarás bien delante de todos los invitados". El anfitrión afirma: "Amigo, acércate más". Escuchar esa bella palabra: "amigo", para estar cerca del anfitrión, implica que previamente nos deben encontrar "próximos" a los que se encuentran lejos, a los últimos.

Recuerdo la impresión que me causó en el momento en que visité la gruta de Lourdes en Francia. Cuando la Inmaculada se apareció a Bernadette Soubirous, el 11 de febrero de 1858, ella vivía con su familia en una celda abandonada de una antigua prisión. Bernadette era evidentemente la "última" de Lourdes. Es la lógica divina. Jesús les dirá un día a sus discípulos: "Los reyes de las naciones dominan sobre ellas, y los que ejercen el poder sobre el pueblo se hacen llamar bienhechores. Pero entre ustedes el que es más grande, que sea el menor" (Lc 22,25-26). El último puesto no es un castigo sino un honor, porque es el puesto de Dios. Así lo hizo al encarnarse en el seno de la Virgen María en Nazareth, una ciudad desconocida que ni siquiera aparecía en los mapas. Esto le impresionó de modo particular a Charles de Foucauld (1858-1916), el gran misionero francés entre los tuaregs musulmanes, cuando visitó Tierra Santa. De ahí que afirmara en uno de sus escritos: "Nuestro Señor tomó de tal manera el último lugar, que nadie se lo puede arrebatar". El último lugar estará siempre ocupado por él. Nosotros podemos ubicarnos en el penúltimo puesto.

 

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández