
Autoridad es, según la Enciclopedia Universal, la potestad que en cada pueblo ha establecido su Constitución, para que lo rija y gobierne, ya dictando leyes, ya haciéndolas observar, ya administrando justicia. Para cumplir esos objetivos, se deposita esa potestad en una o varias personas, que ejercen el poder sobre quienes les están subordinadas.
Naturalmente, la imposición de esa supremacía se da en un modo pacífico, sin violentar las relaciones entre quienes componen el tejido social. Debe haber, desde luego, un tácito reconocimiento del respeto que se ha de brindar a quienes las normas dotan de esas facultades, de modo tal que no se caiga en la anarquía o en el autoritarismo.
Esas reflexiones vienen a cuento a raíz de las continuas violaciones en que incurrimos los ciudadanos de un país, como el nuestro, en el que se supone que reinan los principios de la democracia, la igualdad de derechos y obligaciones, y la observación del marco republicano.
La Argentina discurre actualmente en una crisis de significación, que ha llevado al enfrentamiento de distintos sectores que se guían, tal vez, por ideologías diferentes, modos de vida no uniformes, mientras marchamos por caminos que se cruzan en medio de la intolerancia que, suele suceder, termina en el caos institucional. No es ilícito protestar cuando creemos que se han dañado nuestros derechos. Pero sí constituye una agresión hacia quienes no protestan, porque se ven impedidos de cumplir otros objetivos tan importantes como los que se defienden.
Tomemos por caso, las continuas manifestaciones del enojo ciudadano que se expresa a través de los piquetes que interrumpen el tránsito en cualquier lugar y a cualquier hora. Lo más grave es que el reclamo se lleva a cabo sin resguardar la protección que nos brinda el ordenamiento jurídico vigente. Y así se estropean espacios públicos, bienes de terceros (vidrieras, automóviles, motos, bicicletas, etc.), sin que se vacile en el atropello a las autoridades que intenten terminar con ese estado de cosas.
Por encima del choque de intereses, se eleva el nulo respeto que se brinda a la investidura ya sea de gobernantes, fuerzas de seguridad o de quienes están obligados a hacer cumplir las normativas vigentes. Como conclusión, debemos recuperar la categoría que tienen las investiduras de quienes ejercen la autoridad. Sin esa convicción, estaremos condenados al desgranamiento social con la pérdida de la paz que necesita toda comunidad.
Por Horacio Belisario Videla – Periodista.
