En su Oda a la Cebolla, el gran Pablo Neruda le canta: "Cebolla, luminosa redoma, pétalo a pétalo se formó tu hermosura, escamas de cristal te acrecentaron y en el secreto de la tierra oscura se redondeó tu vientre de rocío... Generosa deshaces tu globo de frescura en la consumación ferviente de la olla, y el jirón de cristal al calor encendido del aceite se transforma en rizada pluma de oro".

Las comidas son esenciales en nuestras vidas, por eso Neruda, con palabra iluminada,
les canta alabanzas.


La comida es parte esencial de nuestra vida, sea como alimento imprescindible para vivir o como humilde rito hogareño construido cotidianamente para honrar el sagrado encuentro en la mesa familiar. Una simple papa hervida en una casa pobre es tan digna como un manjar en un hogar acomodado, en tanto reúnen a los hijos y los nietos y al hermano que ese día decidió acompañarnos en el ritual de comer juntos. Por eso la palabra iluminada del excelso Premio Nobel chileno cuando canta en alabanza a las comidas de un modo tan bello como le ha cantado al amor en sus adolescentes "20 Poemas de Amor y una Canción Desesperada".


Hay que decir que hay gente que cuando toma en sus manos una legumbre construye apasionadamente una obra de arte con el sólo ademán de dividirla y colocarla primorosamente en la fuente para entregarla a sus comensales. Hay gente que cuando, en amables gestos, llena de diversos componentes la olla, sólo espera de esa simple orquestación de lo hogareño una sinfonía donde al final se encuentre de cuerpo entero entregándose a los otros.


Muchas veces insto a mi esposa a que descanse sus manos prodigiosas de ese quehacer cotidiano, supliéndolo con algo simple comprado en alguna casa de comida del barrio; y he comprobado que, generalmente, no toma esta oferta con entusiasmo porque ama el culto de prodigarse construyendo todos los días parte de su amor en homenaje al disfrute de la mesa. Justo es decir que cocina magistralmente.


La comida nos congrega, nos convoca, nos reclama a la dulce aventura de disfrutar -del modo que sea- del instante sagrado de la mesa. 


Permítame, maestro Neruda, cerrar la página pretendidamente fragante de este homenaje con algunas estrofas suya con las cuales culmina su Oda a la Papa: "Universal delicia, no esperabas mi canto, porque eres sorda y ciega y enterrada. Apenas si hablas en el infierno del aceite o cantas en las freiduras de los puertos, cerca de las guitarras, silenciosa, harina de la noche subterránea, tesoro interminable de los pueblos".