Pronto a ser canonizado, el cura Brochero, santo sacerdote cordobés, es famoso por muchas obras, particularmente por su celo evangelizador, mediante los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, su principal medio para lograr la conversión y santificación de los fieles.
Una anécdota de la vida del cura nos lo ilustra muy bien. ‘Había en las Sierras Grandes, allá por 1887, un gaucho malo, el ‘Gaucho Seco’, capitán de bandoleros, famoso por sus robos y crímenes. El cura Brochero se empeñó en llevar a los Ejercicios Espirituales al gaucho, y fue a buscarlo a su escondrijo. De entrada nomás le dijo que iba a curarle la lepra de que estaba cubierta su alma. El gaucho Seco oyó estupefacto semejantes palabras y tuvo curiosidad de asistir a unas ceremonias tan extrañas. Una mañana del frío mes de agosto llegó al Tránsito, montado en una mula zaina, guiado por el cura que montaba invariable su mula Malacara, y seguido a cierta distancia por otros jinetes que le guardaban las espaldas. ‘Vamos a ver -dijo el gaucho Seco, apeándose a la puerta de la Casa de Ejercicios- cómo se me va a curar la lepra del alma’. Desensilló, entregó la mula a su lugarteniente, y llevando en brazos el apero que sería su cama durante ocho días, siguió a Brochero, que le hizo cruzar los dos patios, y palmeándole la espalda, le indicó una habitación donde dormiría con una veintena de hombres de su laya. Más de 700 paisanos habían llegado ya para esa tanda de Ejercicios. Todos miraban no sin recelo al gaucho Seco que pasaba arrogante entre ellos, haciendo sonar sus espuelas y arrastrando la cincha de su silla de montar cubierta por ricos pellones. Un silencio imponente dominaba la extrañísima reunión. ‘¡Vamos a ver el milagro!’, dijo para sí con sorna, arrojando sobre la tierra empedernida el copioso apero. Sonó entretanto una campanilla agitada por la mano de un viejo; y todos silenciosamente lo siguieron sin saber a dónde, y Seco detrás de ellos. Entraron en la capilla, alumbrada escasamente por algunas velas. Un sacerdote de negra sotana empezó a hablarles. Nadie más que él hablaba. El silencio era absoluto. Del patio llegaba un olor a carne asada, el primer almuerzo en fogatas al aire libre. Terminó la plática y hubo rezos y cánticos: ‘¡Misericordia, Señor, misericordia de mí, Que a tantas misericordias tan mal te correspondí!’. El gaucho Seco asistió sin aburrirse, pero sin comprender ni los cantos, ni los rezos, ni las pláticas. Sonó otra vez la campana y salieron a almorzar. Siempre el mismo silencio impresionante. A lo sumo, el ruido de un cuchillo, uno de esos largos y filosos cuchillos de los gauchos, que cortaban un hueso. Después tomaron mate alrededor de anafes de barro cocido, en que se iban durmiendo rojas brasas de algarrobo. El gaucho Seco vencido por las ganas de tomar mate, se allegó a un grupo y aceptó que lo convidaran, sin atreverse a pronunciar una palabra, tan imperioso era el callar de la muchedumbre. De nuevo la campana y el moverse en filas de la concurrencia, y el acudir a la capilla, y de nuevo la plática y los rezos y los cantos. Al anochecer una fantástica procesión de Vía Crucis, y enseguida lo inaudito, la cosa más extraña del mundo: entraban a la capilla, cerraban las puertas, se apagaba hasta la minúscula luz del Santísimo, y aquellos hombres recios, barbudos, se azotaban cruelmente las espaldas desnudas con sus rebenques de cuero trenzados. El gaucho Seco penetró con sus compañeros, pero permaneció de pie, en un rincón, torvo y enfurecido de haberse dejado llevar hasta aquella mojiganga. Después de nuevo a las piezas, desnudas y frías, donde calentaron los estómagos vacíos con algunos mates, y se acostaron vestidos sobre sus aperos, en la tierra, porque no había camas, ni las necesitaban personajes como ellos. Al alba otra vez la campana y las mismas distribuciones y el mismo silencio. Más que las pláticas de los jesuitas que sucesivamente les hablaban, llamaban la atención del gaucho Seco las coplas que se cantaban y cuyo sentido había comenzado a percibir: ‘¡Perdón, ya mi alma sus culpas confiesa; mil veces me pesa de tanta maldad… Perdón, oh, Dios mío, perdón y piedad…!’. ¿Sería cierto, sería posible que Dios lo perdonara a él? ¿Sería verdad que otros muchos, tan cargados como él de crímenes, habían encontrado misericordia al pie del Crucifijo? Al tercer día el gaucho Seco azotó con furia los recios lomos y al sexto día se arrodilló sollozando a los pies del cura, que lo envolvió en el poncho de lana para que no lo vieran llorar. ¡Cayeron mi curita las escamas de la lepra! Hoy es el día de mi nacimiento. Al otro año el gaucho Seco volvió a los Ejercicios trayendo a catorce paisanos más, que querían también hacer el maravilloso experimento de nacer de nuevo. El último día de los Ejercicios el cura los despedía con una carne con cuero y un sermoncito así: ‘Bueno, vayan nomás y guárdense de ofender a Dios volviendo a las andadas. Ya el cura ha hecho lo que estaba de su parte para que se salven, si quieren. Pero si alguno se empeña en condenarse que se lo lleven al diablo”. (Extraído del libro ‘El cura Brochero’ de Fray Contardo Miglioranza).