Cuando se puso en camino, un hombre corrió hacia él y, arrodillándose le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?". Jesús le dijo: "¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre". El hombre le respondió: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud". Jesús lo miró con amor y le dijo: "Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme". El, al oir estas palabras se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes. Entonces Jesús, mirando a su alrededor, dijo a sus discípulos: "¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios!" (Mc 10,17-27).
No se conoce el nombre de este hombre impetuoso. Podía ser hijo de un mercader opulento o de un hacendado. Fue educado en la piedad y en el cumplimiento de la Ley, y él, sin dejar de nadar en la abundancia, tenía inquietudes espirituales. En el Antiguo Testamento la riqueza suele interpretarse como signo de predilección divina. En este muchacho hay como un desasosiego indefinible. Intuye algo más y se dirige al Maestro bueno. En los momentos que preceden al encuentro del joven con Jesús, el Señor alaba a los niños, abrazándolos, bendiciéndolos y enseñando que el Reino de Dios es para los que se hacen como ellos. Después de la conversación con el joven, cuyo nombre no conocemos, viene un juicio duro para los ricos: "¡Qué difícil es que los ricos entren en el Reino de Dios!". Parece como si la alegría producida al Señor por los niños se nublase ante la falta de generosidad de aquel hombre. Cuando se le plantea en toda su exigencia lo que significa seguir el camino para alcanzar la vida eterna, se marcha triste. No capta la alegría de vivir siguiendo a Jesús de cerca.
No se sabe como se llama. El evangelio de Marcos habla de un "hombre", pero los textos paralelos de Mateo (19,16-22) y Lucas (18,18-23) señalan que era un joven. Pero, ¿para qué conocer su nombre, si este hombre ha quedado como modelo de falta de generosidad? Era bueno, quizá siguió siéndolo, aunque lo mejor sería llamarle "bondadoso". No pecaba, pero tampoco amaba. Ése fue su fallo. Es notable el contraste con Juan, Andrés, Santiago, Pedro, Tomás y los demás discípulos y apóstoles. Siguieron a Jesús. Conocemos sus vidas, sabemos sus defectos, sus tentaciones y sus luchas. Pero lo importante es que ellos siguieron al Maestro, dejaron sus cosas y consiguieron la santidad por la gracia de Dios. El diálogo entre Jesús y este hombre comienza siendo muy alentador. El joven acude a preguntar a Jesús, reconociéndolo como Maestro. Una pregunta le ocupa y le preocupa: "¿Qué debo hacer para heredar la Vida eterna?". Es la pregunta que da sentido a la vida terrena. Sin anhelo de eternidad la temporalidad del hombre permanece, tarde o temprano, como una frustración humillante.
Marcos ofrece un detalle interesante al decir que "corrió hacia él y se arrodilló". Es decir que tenía vitalidad, respeto, fuerzas e interés. Tanto la pregunta como la actitud revelan una vida que se abre a grandes perspectivas. El joven cumplía los mandamientos. Entonces, Jesús le miró, lo amó y le dijo: "Una sola cosa te falta: vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme". En ese momento cambia el clima del encuentro. "Al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes". Más allá de los bienes materiales que tenía, podemos afirmar que la vida es una específica riqueza. Pero, solo Dios es el fundamento último de los valores. Sólo Él da sentido a la nuestra existencia humana. Sólo Dios es bueno, lo cual significa que en Él y sólo en Él todos los valores tienen su primera fuente y su cumplimiento final. Sin la referencia a Dios, todo el mundo de los valores creados queda como suspendido en un vacío absoluto, pierde su transparencia y expresividad. El mal se presenta como bien y el bien es descartado. Sólo Dios es bueno, porque Él es amor.
Jesús lo miró con amor. El mira con amor a todo hombre. Si buscamos el principio de esta mirada es necesario volver al libro del Génesis, a aquel instante en que, tras la creación del hombre, "varón y mujer", Dios vio que "era muy bueno". Esta primera mirada del Creador se refleja en la mirada de Cristo que acompaña la conversación con el joven del Evangelio. Solamente Él conoce nuestra debilidad pero conoce también y sobre todo nuestra dignidad. En su mirada de amor se expresa una honda esperanza. Nos invita: "Sígueme". La dimensión del don es la que impela a dar sentido a la vida. Es lo que expresa el Concilio Vaticano II en la Constitución pastoral "Gaudium et spes" n.24: "El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás"