"Mi padre silbaba bajito. Sus calles iban de la mano afable de su silbido. Sus atardeceres, cuando volvía a casa del agobio de su trabajo... se regaban del manantial de su secreta música".


Llevaba el silbido pegado al resuello como una murmuración florecida. A veces lo modificaba con una forma de chiflido leve con más injerencia de aire que de música. Era su forma de cantar bajito, porque no era cantor, aunque amaba la música y quizá nada hubiera deseado tanto como cantar, como sucede a tanta gente que no puede hacerlo. El silbo le refrescaba la boca con fragancia de canciones balbuceadas, casi secretos dejados en el aire fresco de los inviernos o perfumes en la hoguera de nuestros veranos. Caminar silbando es no permitirse estar solo, buscar en nuestra esencia las raíces de la música escondida que no podemos evitar. Mi padre silbaba bajito casi permanentemente. Como un reguero de colores, como un arroyito fresco, esparcía vida por estas calles que a veces suelen ser solitarias, otras veces abrumadoras. De él he heredado esa costumbre de andar balbuceando música en silbos, proclamando melodías que uno en parte recoge de la memoria, en parte de los manantiales del alma. 


Siempre suelo recordar un silbido que nos paralizó y por el cual uno se da cuenta que es útil, que es capaz de regalar alegría y emociones a los demás. Estando por dormirnos, una fresca noche de verano en Buenos Aires, con motivo de nuestra primera grabación en un sello muy importante, con la cual prácticamente nos iniciábamos en la carrera del arte, alguien pasó por la acera silbando una zamba que recién había compuesto, que acababan de grabar los Cantores Quilla Huasi, y que, por esas cosas que sólo la música puede explicar, ya estaba en el aire de una ciudad magnífica, pero muchas veces hostil y huraña, ubicada a mil doscientos kilómetros desde donde la canción fue parida sin pretensiones, con humildad y que hoy recorre parte del mundo. 


Mi padre silbaba bajito. Sus calles iban de la mano afable de su silbido. Sus atardeceres, cuando volvía a casa del agobio de su trabajo de oficina, se regaban del manantial de su secreta música, de su ambición recóndita de cantor imposible. Si alguien, en una de esas, le hubiera confiado que había podido pescarle del anzuelo de sus susurros alguna melodía con la cual se estremeciera, no sólo se habría dado cuenta que se desahogaba cantando a su modo, sino que había hecho feliz a otro con algo de su corazón.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.