Entre todas las solemnidades, Pentecostés se destaca por su importancia, pues en ella se realiza lo que Jesús mismo anunció como finalidad de toda su misión en la tierra. En efecto, mientras subía a Jerusalén, declaró a los discípulos: "’He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!” (Lc 12, 49). Estas palabras se cumplieron de la forma más evidente cincuenta días después de la resurrección, en Pentecostés, antigua fiesta judía que en la Iglesia ha llegado a ser la fiesta por excelencia del Espíritu Santo: "’Se les aparecieron unas lenguas como de fuego y quedaron todos llenos del Espíritu Santo” (Hch 2, 3-4). Cristo trajo a la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo. Dios quiere seguir dando este "’fuego” a toda generación humana y, naturalmente, es libre de hacerlo como quiera y cuando quiera. En esta solemnidad, la Escritura nos dice una vez más cómo debe ser la comunidad, para recibir el don del Espíritu Santo. En el relato que describe el acontecimiento de Pentecostés, el autor sagrado recuerda que los discípulos "’estaban todos reunidos en un mismo lugar”. Este "’lugar” es el Cenáculo, la "’sala grande en el piso superior” (cf. Mc 14, 15) donde Jesús había celebrado con sus discípulos la última Cena, donde se les había aparecido después de su resurrección; esa sala se había convertido, por decirlo así, en la "’sede” de la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 13). Sin embargo, los Hechos de los Apóstoles, más que insistir en el lugar físico, quieren poner de relieve la actitud interior de los discípulos: "’Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu” (Hch 1, 14). Por consiguiente, la concordia de los discípulos es la condición para que venga el Espíritu Santo; y la concordia, que más que unión de opiniones es unión de corazones, presupone la oración.
Esto vale también para la Iglesia hoy. Para que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, tal vez es necesario, sin quitar nada a la libertad de Dios, que la Iglesia esté menos "’ajetreada” en actividades burocráticas y más dedicada a la oración. Los Hechos de los Apóstoles, para indicar al Espíritu Santo, utilizan dos grandes imágenes: la de la tempestad y la del fuego. Claramente, san Lucas tiene en su mente la teofanía del Sinaí, narrada en los libros del Éxodo (Ex 19, 16-19) y el Deuteronomio (Dt 4, 10-12.36). En el mundo antiguo la tempestad se veía como signo del poder divino, ante el cual el hombre se sentía subyugado y aterrorizado. Pero la tempestad se describe como "’viento impetuoso”, y esto hace pensar en el aire, que distingue a nuestro planeta de los demás astros y nos permite vivir en él. Lo que el aire es para la vida biológica, lo es el Espíritu Santo para la vida espiritual; y, como existe una contaminación atmosférica que envenena el ambiente y a los seres vivos, también existe una contaminación del corazón y del espíritu, que daña y envenena la existencia espiritual. Así como no conviene acostumbrarse a los venenos del aire, y por eso el compromiso ecológico constituye hoy una prioridad, se debería actuar del mismo modo con respecto a lo que corrompe el espíritu. La otra imagen del Espíritu Santo que encontramos en los Hechos de los Apóstoles es el fuego que purifica. El hombre ya no quiere ser imagen de Dios, sino de sí mismo; se declara autónomo, libre, adulto. En las manos de un hombre que piensa así, el "’fuego” y sus enormes potencialidades resultan peligrosas: pueden volverse contra la vida y contra la humanidad misma, como por desgracia lo demuestra la historia. Como advertencia perenne quedan las tragedias de Hiroshima y Nagasaki, donde la energía atómica, utilizada con fines bélicos, acabó sembrando la muerte en proporciones inauditas.
Los Hechos de los Apóstoles nos sugieren, por último, otro pensamiento: el Espíritu Santo vence el miedo. Sabemos que los discípulos se habían refugiado en el Cenáculo después del arresto de su Maestro y allí habían permanecido segregados por temor a padecer su misma suerte. Después de la resurrección de Jesús, su miedo no desapareció de repente. Pero en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo se posó sobre ellos, esos hombres salieron del Cenáculo sin temor y comenzaron a anunciar a todos la buena nueva de Cristo crucificado y resucitado. Ya no tenían miedo alguno, porque se sentían en las manos del más fuerte. El Espíritu de Dios, donde entra, expulsa la cobardía; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una Omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Con esta fe y esta gozosa esperanza repitamos hoy, por intercesión de María: "’Envía tu Espíritu, Señor, para que renueve la faz de la tierra”.