Entre los deportistas que merecen desaprobación están el estadounidense Ryan Lochte y sus colegas nadadores, procesados por un atraco a punta de pistola que nunca existió, o la nadadora francesa Aurélie Muller, que hundió a la italiana Rochele Bruni un par de brazadas antes de la meta. El público brasileño tampoco se comportó a la altura de la llama olímpica. Victimizó a los atletas argentinos (y viceversa), al propio Neymar y al pertiguista francés, Renaud Lavillenie, que adjudicó al abucheo la pérdida de su oro, quien además llamó nazis a los hinchas brasileños.
A pesar de todo, estas desaprobaciones quedarán sepultadas por los logros de Michael Phelp, Usain Bolt o Simone Biles, entre otros. Lo que no debiera quedar en el olvido, mereciendo un abucheo estentóreo y prolongado, es la falta de previsión de muchos gobiernos, entre los que se destacan los latinoamericanos, carentes de políticas deportivas de largo alcance para revertir los pobres resultados. Está comprobado que con los programas deportivos y la inversión adecuada, todos los atletas, sin distinción, pueden competir en igualdad de condiciones.
Los países más desarrollados tienen diferente actitud frente al deporte. Invierten en programas de largo alcance y entienden que los Juegos Olímpicos no es solo una competencia, sino con los que pueden medir el resultado de sus políticas y estrategias deportivas. Phelps no cosechó 28 medallas por casualidad. Si bien es consecuencia de un físico superdotado, también es producto de la inversión estatal. Lejos de esa proeza, pero sin menos merecimientos, está el boxeador mexicano Misael Rodríguez que consiguió bronce en Río, pese a que debió mendigar en las calles de su país por falta de apoyo oficial.
Para aplicar políticas deportivas estratégicas, los gobiernos latinoamericanos no deberían buscarlas entre las grandes potencias, sino entre países con ejemplos más recientes y accesibles. El caso más fascinante es Corea del Sur. Su estrategia deportiva comenzó después de ser anfitriona de los JO Seúl 1988. En las diez olimpíadas anteriores, había cosechado 37 medallas, 7 de oro. Después de Seúl, en las próximas ocho ediciones, cosechó 223 medallas, 94 de oro, convirtiéndose en la sexta potencia dorada y en la decimoprimera del medallero histórico.
Lo logró sobre la base de una Oficina de Política Deportiva que fomenta la industria del deporte. Los coreanos aumentaron a ocho horas semanales la educación física en las escuelas, incluyeron disciplinas occidentales a su cartera deportiva más allá de las tradicionales artes marciales e incentivaron a sus ciudadanos a participar de maratones y clases de gimnasia masivas, así como de los más de 500 mil clubes de barrios. Corea del Sur entendió que el deporte no es un entretenimiento, sino un componente importante de su cultura.
En América latina la magra cosecha de medallas demuestra la falta de planificación. Hay hasta países en retroceso, como Argentina, que obtuvo más medallas en las olimpíadas de Ámsterdam 1928 y Berlín 1936, que en Londres 2012 y en estas de Río. Colombia, por otro lado, pese a incipientes logros, está demostrando que las políticas dan resultado. Tras triplicar su presupuesto de 51 a 153 millones de dólares desde 2012, cosechó 3 medallas de oro, una más que en siete ediciones anteriores.
Para competir en Tokio 2020 y en adelante, y para que las medallas no sean solo fruto de hazañas heroicas e individuales de los atletas o producto de deportes profesionales, América latina tendrá que invertir en políticas deportivas coherentes y consistentes.
