Celebramos en nuestro país el "Día de la Madre”, dándonos ocasión para reflexionar sobre la maravillosa misión de esta mujer en el ámbito de la familia y de la sociedad actual.

Se dirá que es una fecha surgida de intereses comerciales, pero soy amigo de aprovechar esta conmemoración para ponderar ese papel, cada vez menos apreciado como vocación primordial de la mujer. Porque, por supuesto, que su importancia se reconoce teóricamente en estatuas, placas de bronce y en esta celebración anual, pero es evidente que el ambiente general valora más, por ejemplo, el que una mujer llegue a primer ministro de un país, o suba al espacio en un Discovery o se destaque como ejecutiva en una empresa, que el que una mujer sea madre. Se envidia y aplaude más a una mujer que con una raqueta es "top ten”, que a otra mujer que del otro lado se esfuerza a diario, madrugando para salir a trabajar y poder alimentar y educar a sus hijos. Hay tantas madres extraordinariamente heroicas que son anónimas.

Estos días de la madre tienen un "’no se qué” de tanguero, de un cierto reconocimiento, como dicen, "a la vieja” pero, en realidad, desde que las chicas dejan de jugar a las muñecas, donde naturalmente hacen de madres antes de ser deformadas por el ambiente, ya la sociedad no le presenta más a la maternidad como un ideal entusiasmante. No. El ideal será alcanzar prestigio en lo mismo que los varones, o, si algo que ver con su femineidad, en su eficacia para atraerlos y en todo caso en función de hacer pareja, difícilmente de ser madre. ¿Cómo nos vamos a extrañar, pues, de que, en estas épocas, el lugar más peligroso estadísticamente para el hombre, sea, en el aborto, el propio vientre de su madre? ¿Cómo nos vamos a asombrar de que, programadas las mujeres por esta cultura perversa para que se realicen "liberadoramente”, sientan como un peso insoportable, o como una amenaza a su independencia el tener más de uno o dos hijos y, cuando los tienen, gozan de la conmiseración de todas sus amigas? ¿Cómo nos vamos a extrañar de que cada vez más sea un alivio para ellas el poder alejar a los chicos de la casa en guarderías, jardines, escuelas de doble turno y colonias de vacaciones? Pero una sociedad que privilegia el papel del varón sobre el de la mujer y, secundariamente, el de la pareja sobre el de la maternidad, está destinada a la decadencia y la destrucción.

El dato viene señalado por nuestra misma naturaleza animal. Porque aún entre los animales ¿Quién es más importante en el panal, lo más protegido, lo último que se sacrifica y defiende: los zánganos, las trabajadoras liberadas y estériles o a la madre, la reina? y ¡qué conmovedoras esas esferas que forman las hormigas entrelazando sus patas cuando se producen las inundaciones para poder flotar: en el centro la madre reina, bien protegida; en la periferia, hundidos en el agua los machos, los soldados y las estériles, ahogándose, pero protegiendo la vida de la madre. Sabemos que no es solamente en lo biológico donde el papel de la madre es fundamental para la supervivencia de la especie humana. También lo es en lo personal, en lo específicamente humano. Comenzando por lo puramente psicológico, en donde es sabido que la relación madre-hijo constituye el patrón donde se fundarán todas las demás relaciones afectivas del individuo, para bien o para mal. Según esa relación primigenia, fundante y temprana, será el comportamiento, el aplomo, la integración social, la autoestima, la capacidad de crear lazos del futuro hombre o mujer. Pero, sobre todo, la madre ejerce señero influjo en lo que respecta al amamantamiento moral y espiritual de la persona. Observemos que este papel ha sido de tan decisiva importancia, que recién ahora, la revolución que está barriendo con la cristiandad desde hace cinco siglos en sus etapas protestante, liberal y marxista, parece por fin darse cuenta de que la madre y la institución que la protege, la familia, es el baluarte último y decisivo hacia donde hay que apuntar todos las municiones. Porque aún cuando todas las demás instituciones políticas, educativas, informativas ya habían caído en manos del laicismo, y cuando los varones, arrastrados por estas ideologías y sus propias debilidades habían defeccionado en la fe a principios del siglo pasado, las mujeres todavía en sus hogares y con sus hijos seguían formando personas de fe y con sentido de trascendencia. Por eso la consigna de los enemigos de la cristiandad fue, desde el segundo cuarto del siglo XIX, vulnerar a la mujer: proponer modelos de comportamiento femenino que nada tienen que ver con la maternidad; propiciar la anticoncepción; hablar de ser madre, salvo en estas fechas, como de una lavadora de platos, fregona y cocinera; nunca de la exaltante y plenificante labor, aunque extenuante y dura, que significa dar a luz, ir modelando paulatinamente en arte supremo, en tarea sublime, la obra maestra de un ser humano libre y destinado a la eternidad. ¿Qué pasará si desaparecen las madres, si al hombre se lo puede fecundar in vitro y gestar en una probeta o un vientre artificial, y luego educarlo en un ordenador, en una computadora en un universo electrónico virtual? ¿Dónde quedará la libertad, la persona, la humanidad, la alegría de vivir y de amar? ¿No crearemos monstruos?

La Iglesia y la Patria necesitan de forma urgente, en esta sociedad agresiva y anárquica en la que estamos cada vez más sumergidos, la presencia, pues, de verdaderas mujeres, expresión de ternura divina, porque cuando las mujeres dejan de ser mujeres en serio, los varones dejan de ser hombres. Precisamos: o madres que den a luz a hijos e hijas en el abrigo cálido de sus vientres y en el cariño vigilante de su maternidad o, si Dios les ha pedido otra cosa en la soltería o la virginidad consagrada, mujeres que vivan sus diferentes vocaciones, sus distintas inserciones en la sociedad, con espíritu de madres, de damas, y de señoras. Porque cuando defecciona el varón la cosa es grave; cuando se pervierte la mujer, todo está perdido.