Después que Judas salió, Jesús dijo: "Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto. Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con ustedes. Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros" (Jn 13,31-35).


El evangelista Juan había sentido la dificultad de encontrar un término adecuado para no confundir el amor enseñado por Cristo con cualquier amor. En el vocabulario griego de la época los términos existentes evocaban formas de amor no del todo compatibles con el querer cristiano. En primer lugar "eros", de donde procede nuestro vocablo "erotismo" que, si bien con un significado algo menos grosero que el actual, entre los griegos connotaba el apasionamiento, la mera atracción. Otro término era "filía", de allí nuestro "filántropo", un amor humano que en realidad usa bastante san Pablo, pero que en sí mismo no habla mucho más que de amistad, de cariño entre los miembros de una familia. También existía el término "stergo", que indicaba un amor tierno, materno. Todos estos nombres pues eran imprecisos y, también, por el uso, podían significar cualquier cosa, como en la actualidad nuestro término castellano "amor". ¿Qué hace entonces Juan? Sencillamente inventa una palabra, produce un neologismo: de un verbo poquísimamente usado, "agapao", que en la antigüedad se refería al amor y protección de los dioses a los hombres pero que, en la época de Juan nadie utilizaba y que él reflota, saca un sustantivo "agápe" que utilizará para designar al amor cristiano. De tal manera que la frase de nuestro evangelio de hoy sonaba a los que escuchaban a Juan por primera vez tan raro como si nosotros en vez de leer: "amaos los unos a los otros", dijéramos "agapaos los unos a los otros". Algo de eso pasó también cuando el griego se tradujo al latín: a nadie se le ocurrió traducir el verbo "agapao" por "amare" sino por "diligere", mucho más fuerte; ni a "ágape" por "amor". Se utilizó para ello un término que hablaba de precio, de carestía: "cáritas". Y de allí nuestro castellano "caridad". Así pues no se trataba de un simple amor, sino de ágape, de caridad. 


Lamentablemente, poco a poco, como una de las maneras de mostrar ese ágape o caridad era compartir los bienes, por un lado, "ágape", en castellano, terminó designando la comida en común que se realizaba junto con la eucaristía y "caridad" algo que tiene que ver con la limosna. Así que en realidad no tenemos palabras españolas que designen exactamente al mandamiento de Cristo. Quedan pues "amor" y "caridad", pero si las empleamos deben hacerse corrigiendo su sentido actual. En realidad es preferible usar el término "caridad", porque es más fácil corregir su sentido que el de amor, hoy tan abusado y hasta ensuciado que difícilmente nadie entienda lo que verdaderamente quiere decir. "Quiéranse los unos a los otros"; y "en esto todos reconocerán que son mis discípulos; en la caridad que se tengan los unos a los otros". Lo específico del cristiano no es amar. De hecho lo hacen muchos. Lo que distingue al cristiano de los demás es "querer como Cristo". Con su modo único de querer, que comienza por los últimos, al punto tal de dejar las noventa y nueve ovejas e ir en búsqueda de la que se perdió, hasta llegar a los mismos enemigos. Pero la caridad cristiana es, ante todo, un amor recibido y acogido. No nace de un esfuerzo de voluntad, reservado a los más virtuosos. Para amar como Cristo, hay que dejarse amar. "Ámense los unos a los otros": aquí van incluidos todos y no dejado de lado nadie. "Los unos a los otros" indica reciprocidad, para poder vivir en comunidad.


La materia del juicio final será la caridad. Cuando uno entra por primera vez en alguna de las capillas de la Congregación de la Madre Teresa de Calcuta, queda sorprendido por las palabras que aparecen escritas en la pared posterior al altar, junto al crucifijo: "Tengo sed", o su equivalente en inglés: "I thirst". Se trata del motivo que ha movido toda la vida de la Madre Teresa a lo largo de sus cincuenta años de servicio a Cristo en los leprosos, los pobres, los enfermos, los hambrientos. Saciar la sed de un Jesús que agoniza diariamente en los indigentes y abandonados. Dice ella: "Tómate tiempo para donar amor: es la llave del cielo. No permitas que nadie venga a ti sin irse mejor y más feliz. En el momento de la muerte no se nos juzgará por la cantidad de trabajo que hayamos hecho, sino por el peso del amor que hayamos puesto en nuestro trabajo".

Por Pbro. Dr. José Manuel Fernández