"…la varita mágica de sus manos amantes daban a luz al salpicón, convite de los humildes… menú secundario e inevitable, plato digno".

 
Era aquella otra Argentina con el mismo nombre que esta. Y no ha pasado un siglo. Pero todo era más simple, más cercano y en muchas cosas más amable. Sacar la silla a la calle, a la tardecita, era más grato e inofensivo que esconderse detrás de las rejas y los miedos. Escuchar las narraciones del abuelo o de mis padres sobre sus primeras siembras y primeros dolores, era apasionante, porque con el manantial cascado de esas voces sentenciosas y el brillo de esas miradas aprendíamos que la vida es sacrificio y no reclamo; que todo debe construirse con el prodigio de nuestra imaginación, nuestro tesón y nuestras manos.

Allí, en la mesa, luego del festín del puchero (algunas veces, excepcionalmente, con algún choricito o presa de pollo), al día siguiente reinaba la nobleza del salpicón, cordial manjar hecho con las sobras del día anterior. Mi madre cortaba en trocitos las verduras y la carne sobrante dormidas en la olla, les agregaba cebolla picada y algún tomate, aceite y vinagre y la varita mágica de sus manos amantes daban a luz al salpicón, convite de los humildes (¡nada de la comida se tira!), menú secundario e inevitable, plato digno.

En el patio de baldosas desparejas volaba por imaginerías de vestidos de fiesta o de remiendos la Singer de mi abuela. En la radio, acariciaban sueños diversos las sentencias de Oscar Donaire en sus radioteatros. Sobre la mesa que era fogón de ilusiones y navidades, algunas veces lucía el tocadiscos que había traído mi tío Pento, en el que volaba una canzonetta del enorme tenor Beniamino Gigli o la bella voz de Argentino Ledesma rompiendo barreras del tango con su "Fumando Espero". Los inviernos se tendían a nuestros pies en los redondos braceros construidos en casa, que alimentaban también la artesanal plancha de hierro, y nuestros guardapolvos disimulaban remiendos con el primor del almidonado; por eso, el camino a la escuela se poblaba de quejidos secos de la tela al movimiento de nuestros pasos hacia el encuentro de la respetable maestra. ¡Qué pena profunda siento, gigantesco Domingo Faustino Sarmiento, ver que tu admirable lucha tantas veces caiga en saco roto, y los mediocres se enreden en tus frases duras sobre aquellos indios o gauchos que no entendían algunos rumbos, para descalificar tu labranza de estadista. 

La vida no sólo es un salario. La vida no sólo es el acopio de una alacena. En aquella Argentina tan lejana, las pocas cosas con las que éramos medianamente felices se enfriaban a veces en el agua que corría por las acequias. La vida la llenábamos de simplezas e ilusiones, pero para eso era necesaria la obstinación de nuestra siembra, la decencia de nuestro esfuerzo, aunque la cosecha no estuviera a la vuelta de la esquina. 

¡Perdón, Don Domingo Faustino, por no encontrar el rumbo!

 

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.