Se va retirando la tarde por el empinado estandarte del oeste. Cobre tras cobre, el día aviva sus últimas fogatas y se pone, coqueto, la camisa de aureolas. Un burrito hunde el hocico entre alguna maleza mal cortada. Una jovencita pasea su niñito en el humilde cochecito desvencijado y quejoso que perteneció a su infancia. El vendedor de semitas atestadas de chicharrones, tapadas con un repasador floreado, está sentado en un banco de ladrillo, esperando que alguien acuda a la puerta de sus necesidades.  


La pequeña placita cercada por la subcomisaría del pueblo, la capillita que guarda los restos de un curita sanador y dos o tres boliches donde el tinto llora tonadas anochecidas, se apresta a sacar a pasear el domingo de entre sus orgullosas humildades. 
Una bicicleta que se ha puesto encima todo el gris ha recostado sus huesos en el algarrobo añoso. Su dueño mira hacia cualquier lado, mientras su choco overo se está quedando dormido ante tanta pasividad. 


Al rato van llegando vecinos con sus pilchas de modesta fiesta. El almacenero ha cerrado su viejo local de adobes centenarios y ondulados techos de caña y barro, para festejar como pueda sus aspiraciones semanales de modesta felicidad. En el centro de la plaza, una antigua estatua de verdoso bronce, que representa a un hombre público que muy pocos reparan de quien se trata y que ya ni siquiera homenajean, copa al escenario dominguero con su gigantesco silencio.  


La calle larga acomete la plaza por el medio, como un rústico brazo que la contiene y por donde las lunas llenas pasean sus desfiles de gala campesina y en veranos de furia suelen bajar las crecientes a los gritos, como un malón que proclama la guerra entre revolcones y miedo. 
Cuando el domingo retire sus pilchas y el recatado murmullo casi ritual de poca gente se encamine a ranchitos donde moderadas luces amarillentas se aprestan a cerrar telones y escasos ilusiones, la placita se cerrará sobre sí misma como una agreste ostra de soledades, se tapará el cuerpecito yerto con unas sombras, para volver a ser comarca de lunas extraviadas y absoluto mutismo. Sólo podrá quedar en ella un burrito de borroso pelaje al que la noche no le hace mella y un borrachito con un litro en la mano, tirado sobre una zanja, pero feliz.