Suelen encontrarse en los atardeceres de junio, por esos territorios de los sueños y en los persistentes recuerdos. Por eso, de pronto se acordó de aquel pasaje de la novela de realismo mágico ‘Los Viernes de la Eternidad’, de María Granata, que leyó en vida, donde Gervacio vuelve en espíritu a la casa de Delfina, su esposa, y -etéreo- se eleva sobre una mata de hortensias a contemplarla.

Entonces pensó ir por ella. Obstinado y amante, atravesó los puentes del amor y las sonrisas, de los recuerdos y los olvidos, y llegó hasta donde ella estaba; en ese momento, en una discreta tienda de ropa femenina, donde había pocos visitantes. Por esas cosas incomprensibles pero bellas, lucía el mismo vestidito liviano que él le conservaba en su mejor memoria, ésa que lo asaltaba en los momentos de nostalgia. Se preguntó si no era él mismo quien la había vestido para el encuentro. Esa figura entrañablemente amada estaba integral e irrefutable allí, ante sus ojos traslúcidos, confirmando su tangible realidad. Junto a un maniquí que lucía un trajecito de calle, se paró a contemplar a la mujer amada, conciente de que ella no podría verlo y él podría recorrerla, acariciarla cuanto quisiera con sus ojos brillosos y su corazón que aún palpitaba en esos extraños amarraderos de la eternidad.

La mujer exhibía un semblante apacible, no perturbado por ese manso gesto de tristeza que le solía aparecer generalmente en junio, cuando él debió irse. Le extrañó que no hubiera ido con alguno de sus nietos, compañía últimamente imprescindible, que posiblemente utilizaba para mitigar dolores, para confirmar que la vida sigue, que se sentía en el deber ineludible de continuar regalando ternuras. Estaba sola y agasajaba con sus ojos apacibles todo el ambiente. Él pensó que en otras circunstancias podría haberla ayudado a alguna elección en la compra, porque ella solía consultar sus gustos.

Se hacía tarde y el local estaba por cerrar. Ella echó una última mirada a los escaparates. Parecía no tener mucho entusiasmo. Fue cuando él decidió, casi heroico o inocente, parársele enfrente para percibirle el aliento, aspirarle la fragancia. La tuvo a unos dos metros. Inesperadamente, ella giró su rostro y lo encontró, seguro que lo encontró. Sus ojos marrones y su belleza intacta se le clavaron en el mejor costado de su eternidad y sus sentimientos intactos. Su translucidez no le impidió percibir algo así como un vuelco en su corazón, algo que pugnaba por salírsele de su vacío. Esos ojos adorados lo perforaron y abrazaron, aunque tuvo que repetirse varias veces que lo estaba mirando, pero de eso no tuvo dudas. De pronto, ella giró su carita aceituna, su dulce flor ajada; fue cuando él le vio unas lágrimas que enjugó con un pequeño pañuelito que extrajo de su sobre.

(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.