Es una tentación pasar frente a la que fue nuestra casa. La mía, la de la adolescencia, ya no está, en su lugar, otra edificación corrió de escena mis días rojos. Sin embargo, algo quedaba allí. Nadie podría saber que ese peldaño de hormigón gastado que se había salvado de la demolición y que la nueva obra había respetado, me señalaba la infancia y la adolescencia. Me paré sobre él, miré hacia el atardecer que se deslizaba como torrente de amapolas y los ojos se me arroparon de rocío. En la esquina de Victoria y Las Mercedes se había volado a la nada la seccional policial construida a empujones de chapas luego del terremoto; hoy, esquina de Urquiza y San Luís (esa absurda costumbre de cambiarle el nombre tradicional a las calles). En la otra esquina, la casa de los Figueroa, al parecer deshabitada, percibí un desencuentro de murmullos y retiradas, pero estaba casi igual. El barrio había dejado señales, entre otras este escalón de mi vieja casa frente al Estadio.

Tiempos eran de oleadas de gente colmando las adyacencias del viejo coliseo, cuando nos visitaban equipos profesionales que nos hacían de a cinco o seis, cuando el fútbol provinciano era una canción en cierne, una epopeya a cumplir, y nadie podría pensar que años después les jugaríamos de igual a igual.

Tiempos de la Isla del Parque, amanecida de rufianes y pobres jovencitas, donde los barrios salían a descansar las penas de recurrentes terremotos, enarbolando tangos de Canaro o D’Arienzo en un reducto donde la luna se sorprendía en cabelleras engominadas.

Tiempo de escasas motonetas, del radioteatro y las despedidas fúnebres en la propia casa; del escándalo de las minifaldas encendiendo pasiones escondidas; de las navidades con pocos petardos y mucha familia; de un San Juan que se mecía entre ruinas que duraron más de treinta años y la dignidad de remendar heridas sin quejarse.

El peldaño estaba allí. ¡Cuantas tardes nos habríamos sentado en su mansedumbre para dejar pasar en carruajes dorados aquellos años tiernos! ¡Cuántas, para crecer en lágrimas y risas, para construir utopías de almíbar y soñar en soledades con ser algo parecido a lo que hoy somos! Una vez leí que las cosas y la gente no mueren, alguna vez se hacen invisibles. Conciente de que el relato de vivencias percibidas puede servir a quien que de alguna forma también las ha vivido, los invito a subir a algún peldaño y mirar hacia atrás (mejor dicho: hacia adentro). Estoy detenido un instante (o muchos años), diseñando estas pocas líneas, aquí, en este peldaño de mi vida (quizá de las suyas), que -si por esas cosas del viento- este escalón desaparece, es posible que haya salido a volar sobre una lágrima, pero jamás eso me borrará el recuerdo.

(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.